Por Begoña García Iturribarría
Una tarde lluviosa de 1993 en Bombay. No suena un clima atractivo para salir a conocer la ciudad. Sin embargo, cualquier cosa puede cautivar a un fotógrafo atento que busca expresar otras realidades.
Tomar un taxi para plasmar una cultura distinta y es cuando sucede. Se acerca al vehículo una niña, de aproximadamente doce años, quien carga a un pequeño de tres y que parece ser su hijo.
Afuera llueve y los rostros están empapados. Se acercan lo suficiente para tocar la ventana empañada del auto. Cuando se encuentran frente a la ventana de la parte trasera del auto, comienzan a mendigar.
El pequeño, mojado y con sus enormes ojos negros, mira fijamente hacia el pasajero que está posado en la misma posición que el espectador.
La madre viste una túnica color rosa chillante que cubre parte de su rostro parcialmente, pues no impide que las gotas que caen de la tormenta se deslicen por su frente para encontrarse con sus pestañas hasta caer por sus ojos que simulan lágrimas.
Ambas lucen desnutridas y con un frío que hiela sus frágiles y vulnerables cuerpos. Pareciera que no han comido en mucho tiempo y que la única forma de conseguir alimento es con la limosna que reciben de los pasajeros foráneos que viajan en taxi por la ciudad de Bombay, en la India.
Muchos de estos extranjeros se ven conmovidos con las condiciones de pobreza y hambruna en la que viven los niños y que abunda en las calles, por lo que ofrecen unas cuantas monedas.
La vida para los menores es una constante lucha entre sobrevivir contra la misma ciudad que los carcome hasta morir. Todos los días, la anemia amenaza los débiles cuerpos de los infantes, quiénes respiran la insalubridad de las calles, la cual genera enfermedades diarreicas, así como la nebulosa constante de contagios de VIH en madres jóvenes portadoras y sus recién nacidos.
La vida de los niños en la India resulta ser tan intrincada que el ambiente obstaculiza el estudio y las escuelas, obligándolos a trabajar, estar en actividades riesgosas o mendigar para lidiar todos los días con la muerte que se avecina de manera puntual.
Mientras el pasajero se encuentra refugiado de todo eso que parece ser ajeno a su realidad, la inocencia y vulnerabilidad incrustan una tristeza despedazadora.
Con sólo una mirada penetrante del menor en brazos se nos introduce a ese universo y que queda inmortalizado en las fotografías y en la historia.
La intención de ese viaje por las calles de Bombay fue hallar, romper la burbuja, atrapar el agua que cae de manera instantánea y es casi imposible palpar, tal como lo es la sociedad.
Una tarde lluviosa de 2016 en Bombay. No suena un clima atractivo para conocer la ciudad. Sin embargo, después de veintidós años la amenaza en la ciudad sigue presente, frágil y empapada.