Azucena, la madre que busca morir sola

Por Rivelino Rueda

Cuando murió Francisco Valdivia hace siete meses en el Hospital General de México, Azucena Ballesteros, su madre, contuvo el torrente de dolor en la tráquea. Recibió el cuerpo de su hijo y lo veló sola. Ya no quiso saber más de esa materia inerte. Ahí lo dejó para que hicieran lo que más conviniera.

Se llevó a Francisco en el pecho, en las sienes, en las mandíbulas, en el escapulario y en la fotografía que nunca ha sacado del monedero. Azucena no volteó hacia atrás. Ni hacia el féretro, ni hacia el velatorio, ni hacia el hospital, ni hacia el pasado.

Lagos de Moreno, donde nació hace cuarenta y seis años, es un recuerdo difuso y lacerante. De ahí salió hace veintinueve años, cuando era una chamaquita de trenzas rubias y olor a manzanilla.

Flora, Lucía y Magdalena, sus hermanas mayores, viven en esa ciudad cristera del norte de Jalisco. Siempre le suplicaron que regresara. Azucena siempre les cerró la puerta. Hoy quiere estar sola. Morir sola. Pudrirse sola, acostada en ese pedazo de cemento sobre Avenida Cuauhtémoc, en la Colonia Doctores.

***

Fue directo hacia la primera licorería que se atravesó en el camino. Los pocos billetes, las pocas monedas, se fueron en el más potente de los aguardientes en venta.

Los primeros buches le abrieron los poros, le aclararon el alma. Luego el dolor brotó por el esófago. Estalló en los ojos. Anegó los párpados de tiernas noches saladas. Despejó la laringe. El alarido fue estático, desolador.

No fue muy lejos. Azucena se derrumbó a la sombra de una marquesina en un edificio abandonado. Hace pocos años ese sitio era un Sanborns. En la parte de arriba se encontraba el billar Círculo 33.

Hoy todos los ventanales se encuentran tapiados, grafiteados e inundados de posters que anuncian eventos masivos de música de banda, peregrinaciones a la Basílica de Guadalupe, toquines de música disco o cárteles de arte urbano.

Hasta ahí llegó la pesadez del abismo, la caída al desfiladero más profundo. No se levantó de ese sitio en tres días. Sólo dormía y alimentaba de aguardiente los coágulos de dolor, los chisguetes de algo viscoso que corría por las venas.

Azucena se acurrucó en la mochila negra, todavía con las ropas de Francisco. Durmió profundo entre las frazadas de lana a cuadros, las mismas que absorbieron y fermentaron los últimos sudores de su hijo, sus últimos estertores.

Aquí ancló su camino. Extendió gruesas cadenas de hierro forjado y envolvió en tobillos y muñecas grilletes inexpugnables. Aquí quemó sus naves, entre hendiduras de cascajo y aromas a agua estancada.

Aquí fue coagulando el dolor por Francisco, a base de sueños profundos y caña fermentada. Aquí han ido cicatrizando las quebraduras de miedo, que con el tiempo se fueron secando y transformando en envolturas de piedra.

De aquí no la mueven.

***

En San Juan de los Lagos el aire es azucarado. La niña rubia de trenzas a la espalda y aroma a manzanilla se dejó llevar por la melodía armoniosa que salía de los labios de Octavio Valdivia. Los rehiletes giraban en rítmicos latidos. Los globos de feria se divisaban lejos, levitando en un cielo de plata, acompasados con los chillidos odiosos de niños distraídos.

Azucena Ballesteros cedió al delirio erosionado que mostraba la mirada de Octavio Valdivia. Se doblegó ante los ruegos eucarísticos de irse con él a la Ciudad de México. No pudo contener la escarcha nocturna en los lagrimales cuando abandonó la casa de cantera rosa y portones de roble adormecido.

El flagelo de la mentira se dio casi de inmediato. No hubo descanso para la muchachita estática de ojos azules hasta que nació Francisco. Las vejaciones, las humillaciones, las sádicas golpizas, el odio más bestial.

Las violaciones tumultuarias de Octavio y sus amigos. El regocijo de esos perros infernales en su orgía de excesos y violencia. Las quemaduras con cigarros en todo el cuerpo. Los mechones arrancados de cabello. Los pezones cercenados por mordeduras de un cerdo.

A los veintiséis años salió de la colonia Quetzalcóatl, en la Alcaldía de Iztapalapa. Era la segunda mudanza que hacía en su vida, pero ahora lo hacía con un niño de tres meses de edad y con un rumbo incierto. Nunca pasó por su cabeza regresar a San Juan de los Lagos.

La cartografía de una ciudad de piedra y oro. Los tufos de la histeria colectiva. Dios te salve María, Llena eres de gracia, El Señor es contigo. La psicosis por llegar a tiempo a la piedra de los sacrificios. Saberse el próximo en sentir el pedernal en el pecho. Bendita eres entre todas las Mujeres, Y bendito es el fruto de tu vientre Jesús. Azucena va al único lugar posible en este mapa de pirámides sepultadas e iglesias a punto de colapsar. Ciudad de deidades, de dioses y vírgenes. De dualidades. Ruega por nosotros los pecadores, Ahora y en la hora de nuestra muerte.

***

Azucena Ballesteros ha decidido quedarse con lo menos. Tres cobijas enmarañadas de tierra y hojarasca, la mochila que hoy sirve de almohada, la ropa que trae puesta desde que murió Francisco y una liga negra para amarrarse el cabello. Nada más.

Es un pasaje abandonado que domina por completo. El edificio en ruinas a sus espaldas garantiza cierta tranquilidad, cierto espacio para contemplar al país del miedo, del silencio, de los muertos. El abismo que se extiende del otro lado de la acera.

Azucena medita en profundo silencio. Luego alza la voz y regaña a Francisco. Maldice San Juan de los Lagos. Sonríe a ratos. Siempre recostada. La mayoría del tiempo permanece dormida. También sonríe en sus sueños.

El sol lacera al mediodía. Azucena se aferra a sus lienzos de costras viejas y brechas saladas. La mujer de ojos de laguna mansa es un otero donde descienden polillas remotas y animalillos ofuscados de sopor.

De su lado derecho, a unos treinta metros, en la esquina de Avenida Cuauhtémoc y Doctor Francisco de P. Carrá, las lluvias de septiembre ya expulsaron de la tierra blanda de una jardinera las ropas de Francisco Valdivia. Ahí quiso Azucena enterrarlas un día de julio, cuando todavía tenía fuerza en las piernas para levantarse.

Ahí yacen, como yedras que se adhieren a murallas, entre el lodo viscoso del torrente ácido y las aguas metálicas que buscan el lecho del valle, unos pantalones de mezclilla azul, unos zapatos tenis blancos con rojo, una sudadera negra y unos calzoncillos grises.

Azucena duerme. Se pierde en sueños eternos. Acurruca el letargo con sonrisas espontáneas, con el chasquido de las gotas de lluvia, con el potente estruendo del relámpago, con el recuerdo de las trenzas rubias y el aroma dulce de la manzanilla que emana de los poros.

***

Muerde agrio el vientecillo helado de septiembre. Se solidifica en los huesos. Las ráfagas de aire y lluvia se postran en la silueta escarpada que descansa en la acera. Azucena duerme. No la distrae ni el rugido de la pólvora, ni el estallido de la pirotecnia, ni el rugido del ebrio patriota.

Azucena busca en las rendijas de un verano moribundo las huellas de Francisco. El dolor se erosiona en los ojos azules. El cansancio revolotea en el vientre vacío, en los pies petrificados.

Azucena duerme. No la conmueve ni siquiera la estampida de cucarachas hambrientas, ni tampoco el bramido fugaz de las coladeras de ventilación del Metro.

De aquí no mueven el dolor de Azucena.

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