Por Ana Belén Guizar Pérez
Fotos: Eréndida Negrete
“Ai tes o meu corazón,
Si o queres matar ben podes,
Pero como estás ti dentro,
Tamén si ti o matas, morres”.
– Rosalía de Castro
La cama estaba hecha un desmadre. La abuela toma el último sorbo de la Coca Cola tibia de las siete de la tarde. Su nieta, apoyada en los codos, la veía con ganas de que le contara una historia indecente.
La señora tomó un cigarro, lo prendió y después del primer golpe tosió. Se limitó a decir: “Tu abuelo y yo fuimos novios cuatro años por carta. Eso sí era amor, no las chingaderas que tienen ahorita”.
La nieta se reía como si supiera que lo que le iba a contar sería algo absurdo y su abuela hablaba con un tono de sabiduría, y no porque lo fuera, más bien estaba segura. Creía en lo que expresaba. Yolanda, de unos 68 años, lanzó una apuesta antes de empezar la narración. Le prometió a la joven que no la iba a convencer de nada, solamente de que “en sus tiempos los jóvenes tenían huevos”.
Yoyiña, como le apodaban, había conocido a Camilo en un baile de pueblo en Galicia, al norte de España. Era el año de 1959. Ella tenía 14 años y él 17. Él usaba pantalones vaqueros y ella estaba presa en un vestido de seda que complacía a su madre. Unos kilos de más la convertían en objeto de burla de sus tres hermanas y, por su parte, Camilo era la causa de todas las penas de su padre, el alcalde de la entidad de Puente Caldelas.
Pasaron un verano juntos. Él quería ser piloto y ella estudiar Filosofía y Letras. En resumidas cuentas, ninguno de los dos quería tener los pies sobre la tierra. Terminó el sol en Galicia y Yolanda volvió a México. Ella cuenta que al despedirse lloró por dejarlo y por regresar a la escuela en América, donde no hacían más que llamarla “gachupina”. Camilo se fue a Alemania a probar suerte, a buscar su independencia.
Se escribieron desde entonces. Se quisieron desde el baile. Se prometieron sin decirlo. “Nos mentíamos mucho”, menciona la abuela. Pero le asegura a su nieta que así son todas las relaciones. Yolis salió con ricos, pobres, flacos, gordos, jóvenes, viejos… hasta con un primo. En nadie encontraba nada. A todos “los hacía pendejos”.
Camilo “era un cascabel”. Se ligó a todas las alemanas, a todas las brasileñas, a las cubanas, a todas menos a las españolas porque decía que “estaban muy vistas”. Sin embargo, las cartas eran como un ritual religioso, nunca dejo de escribirle. Y ella nunca dejó de impresionarlo, de retarlo.
No es una historia de Nicholas Sparks. No los separó la guerra, ni las clases sociales y mucho menos algún problema mental. Los separaba el tiempo, la distancia, el mar, la decisión. Los distanciaba físicamente, pero mentalmente estuvieron siempre unidos.
Su nieta pone cara de tedio. Quizás esté suplicando en sus adentros no tener que vivir un amor tan difícil, tan ausente. Entonces le pregunta:
–¿Cómo podías, no lo extrañabas?
–Pues claro que sí. Pero yo sabía que había que aguantar un poco para construir algo en un futuro.
En las paredes retumbaban los miedos de la adolescente. Ya no tenía cara de irreverente. Tenía pánico. Parecía que la palabra “ausente” se le había quedado retumbando en las orejas. Veía a su abuela con cara de admiración, sabía que era una mujer fuerte.
La señora Yolanda se río un poco. Sonó a una pequeña carcajada que atrapaba un “te lo dije”. Recitaba uno por uno los poemas de Rosalía de Castro, todos en gallego. Todos con melancolía. Todos perdidamente enamorada.
“Por eso no me vengas a decir que el amor no existe. Cuatro años de cartas. 50 años de matrimonio. Todas las noches juntos. Todos los días agradeciendo despertar y verle la cara… aunque a veces me saque de quicio”.