Por Rivelino Rueda
Mariano Gómez Puy tenía 89 años el 22 de diciembre de 1997. A las diez de la mañana, el anciano tsotsil apenas pudo incorporarse por el estremecedor ruido de las descargas de decenas de fusiles de asalto, gritos apocalípticos y machetes que descendían implacables desmembrando cuerpos y semillas.
La irrupción macabra del grupo paramilitar “Paz y Justicia” se da en el momento en que indígenas tsotsiles, desplazados de las comunidades de Quextic y Tzajalucum, e integrantes de la organización civil Las Abejas, realizaban una oración en la comunidad de Acteal, en el estado de Chiapas.
Nombrado por sus compañeros como “hermano mayor” o “anciano nuestro”, Mariano se llevó hasta la tumba las imágenes del horror en aquellas horas de invierno de hace ya casi 21 años.
“¿Por qué vinieron a matarnos? ¿Acaso somos animales? ¿Qué les hicimos a esas personas para que nos humillaran y mataran a niños, niñas y mujeres embarazadas? ¿Si sólo rezábamos para la paz y la armonía, si somos una organización pacífica…?”, preguntaba el “anciano nuestro”.
El pasado 16 de octubre, Mariano dejó de existir a los 110 años de edad. Fue uno de los sobrevivientes de la Masacre de Acteal, donde 45 mujeres y hombres, así como 4 bebés, fueron asesinados a manos de esas hordas de matones a sueldo que proliferaron (y proliferan) en Chiapas después del levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), el 1 de enero de 1994.
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Era viernes. El invierno en Los Altos de Chiapas mostraba sus colmillos. La llovizna era permanente, filosa, punzante. La neblina pétrea, inmóvil, apenas permitía observar los senderos de escape. Los perros de caza, bautizados como “Paz y Justicia”, “Los Chinchulines” o “Máscara Roja”, mordían los talones en la retaguardia de la columna de desplazados.
En diez días se conmemoraba el cuarto aniversario del levantamiento zapatista. Las fechas eran simbólicas en esos momentos de rabia acumulada. Los “señores del dinero” en las zonas de influencia del grupo insurgente no dejaban de echar espumarajos viscosos por la exhibición sobre sus prácticas de esclavitud, desprecio, racismo y abandono con las comunidades indígenas.
Como en toda “guerra de baja intensidad” –que es la que se desarrollaba en distintos puntos de Chiapas en ese momento–, los terratenientes, los ganaderos, los caciques locales, los ladinos mañosos, de la mano de autoridades, fuerzas federales, estatales y municipales, así como de altos mandos militares, armaron grupos paramilitares, guardias blancas y sicarios a sueldo para perseguir cualquier expresión que simpatice con los rebeldes.
La Organización Civil Las Abejas recuerda que a inicios de 1997, la ola de temor que se desencadenó como consecuencia del continuo hostigamiento de los habitantes de las comunidades por parte de los grupos paramilitares, llevó al desplazamiento de alrededor de 9 mil personas en el área, quienes tuvieron que ser reacomodadas en comunidades simpatizantes con sus respectivos filiaciones políticas que sirvieron como campamentos de desplazados.
El reacomodo poblacional masivo significó numerosas amenazas y la presencia de varios cuarteles militares a la entrada de las comunidades, muchos de los cuales permanecen hasta la fecha.
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La irrupción armada del EZLN fue el detonante para que los gobiernos de Carlos Salinas de Gortari, primero, y de Ernesto Zedillo Ponce de León, después, pusieran en marcha nuevas estrategias de guerra contrainsurgente.
Los planes que se impusieron para desactivar los distintos círculos que se detectaron alrededor del comando guerrillero estuvieron basados en las “guerras de baja intensidad” que se desarrollaron en los conflictos armados de Guatemala y El Salvador, a sabiendas del genocidio y del exterminio que se dio en aquellas naciones centroamericanas entre las décadas de los setenta y ochenta.
Los documentos militares de inteligencia y contrainsurgencia, que detalla el historiador Carlos Montemayor (1947-2010) en los libros Los informes secretos y La guerrilla recurrente, plantearon, primero, desactivar el “anillo invisible”, es decir, a la Diócesis de San Cristóbal de las Casas y a la Comisión Nacional de Intermediación (Conai), que –dice el escritor– “eran las puertas abiertas hacia un amplio corredor de observadores, periodistas y organizaciones de defensa de derechos humanos internacionales y nacionales”.
“Esta parte de la estrategia no requirió de intervención militar, pero permitía la privacidad necesaria para los siguientes operativos”, narra Montemayor.
El primer círculo –de acuerdo a esos documentos castrenses—lo componía un “núcleo central armado”, es decir, lo que era el Comité Clandestino Revolucionario Indígena-Comandancia General del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (CCRI-CG-EZLN). La estrategia en ese caso fue la instalación de guarniciones del Ejército que le permitieran atacar en un momento dado.
Contra el siguiente círculo –expone Montemayor—“más numeroso pero mal armado, organizó los retenes y rutinas de inspección de caminos y comunidades”.
Para el último círculo, la de los “simpatizantes” y bases sociales, que es el que tuvo su expresión más abominable en la Masacre de Acteal, el plan militar ideó y alentó la formación de grupos paramilitares, técnicamente llamados en los documentos del Ejército como “de autodefensa civil”.
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A las nueve y media de la mañana del 22 de diciembre de 1997, en una ermita de Acteal, el frío todavía zumba en los oídos de los indígenas ahí reunidos para la oración, para hacer plegarias por la paz en esa región olvidada de la tierra. Los aromas se entremezclan en tonalidades de tierra espolvoreada de rocío, de roble viejo y de parvada soñolienta.
Las abejas hieden espanto y zozobra. Los niños juguetean e imitan los rezos de los mayores. Quizá juegan a ser grandes, sin saber que hace unos minutos ese juego macabro inició su cuenta regresiva, su hora fatal. El puj de lana, todavía humeante por el cataclismo nocturno, comienza a elevar sus vapores hacia el ancestral cosmos maya. A unos metros ya se afilan la daga y el machete asesinos, se limpia por última vez el fusil de carnicero.
Hacia las diez de la mañana el cerco criminal de paramilitares inicia el ataque; certero, puntual, quirúrgico. Las ráfagas levantan el vuelo de cientos de aves, de mariposas amorfas de colores lunáticos, extravagantes. Gritos, gemidos, súplicas, golpes secos; golpes a los que le sigue ese sonido petrificado del metal chocando con carne viva, con cráneo inerte, con barriga en ingravidez, con pequeña entraña de sueño interrumpido, con materia ósea y encefálica.
Se tiene que dejar huella de la saña, de la barbarie, del holocausto genocida. Así cinco horas del festín de sangre, de la orgía macabra.
Allá, a doscientos metros, un retén de policías y militares que no escuchan nada, que se desentienden de la masacre en marcha. Acá, en un recodo del infierno, el más cruel, el más vil, el más inmisericorde, noventa individuos embrutecidos de odio y sadismo dan rienda suelta a lo más escalofriante de la condición humana: regocijarse de su crimen, embelesarse de su violencia asesina.
Y entre las bocanadas frescas de los charcos de sangre, entre el balbuceo moribundo que emerge aquí y allá, entre el eco nítido de la sacristía pacífica que imploraba por tender la mano al hermano, los casquillos percutidos, expulsados de armas de alto poder, de esas que sólo tiene el Ejército, se muestran esparcidas por todo el anfiteatro de operación, como si se hubieran desgranado una pencas de mazorcas en un lienzo de arcilla ardiente.
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En el libro La guerrilla recurrente, Carlos Montemayor anota que en documentos militares de 1994, después del levantamiento zapatista, se detalla en una sección titulada “Plan de maniobra estratégica operacional para destruir la estructura política y militar del EZLN y mantener la paz”, que:
“El plan de asesoramiento describe actividades del ejército en el adiestramiento y apoyo de las fuerzas de autodefensas y otras organizaciones paramilitares, lo cual puede ser el principio fundamental de la movilización para las operaciones militares y de desarrollo. Incluye, además, el asesoramiento y ayuda que se presta a otras dependencias de gobierno y a funcionarios gubernamentales locales, municipales, estatales y federales. En caso de no existir fuerzas de autodefensa civil, es necesario crearlas”.
Es en esa estrategia militar implementada en Chiapas, enfocada en el “exterminio y aniquilación” de las bases y simpatizantes del grupo rebelde, en la que se sustenta la Masacre de Acteal.
El grupo paramilitar Paz y Justicia, responsable del crimen de Acteal, fue creado a inicios de 1995 en los municipios de Salto de Agua y Tila. Este grupo es un claro ejemplo de la “alianza de clase” que le da vida a este fenómeno, en donde confluyeron grupos ganaderos, agroindustriales y líderes locales priistas, entre los que destaca Samuel Sánchez Sánchez, ex diputado priista quien, a través de la red de cuadros de Solidaridad Campesina Magisterial (Socama) fundó, organizó, protegió y lideró al grupo paramilitar.
En el estudio “El paramilitarismo en Chiapas. Respuesta del poder contra la sociedad organizada”, del doctor en Estudios Latinoamericanos de la UNAM, Adrián Galindo de Pardo, se expone que Paz y Justicia también operó en El Limar, un estratégico punto de comunicación que tiene frontera con cinco municipios de la zona norte: Chilón, Amatán, Huitiupán, Simojovel y El Bosque.
“Este ejido funcionaba como la base de operaciones del grupo paramilitar al mismo tiempo que ahí operaba el Cuartel de la 11° Brigada de Operaciones Mixtas (BOM) del Ejército Mexicano,30 misma que tenía por objetivo acciones de carácter «humanitario» en el marco del Manual de guerra irregular implementado por la Sedena.
“El propósito consistía en asegurar y consolidar en las comunidades el apoyo al proyecto oficial al mismo tiempo que se saboteaba a las bases de apoyo zapatista, es por eso que no es coincidencia que las obras del ejército se concentraran en poblados dominados por Paz y Justicia. Alrededor de los campamentos de la 11° Brigada mantuvieron sus posiciones los Cuerpos de Seguridad Pública, los cuales tenían una preferente inclinación a perseguir y detener enemigos del proyecto paramilitar, así como a colaborar, apoyar, proteger y recibir órdenes de Paz y Justicia”.




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“Los asesinos, los violadores, los que destriparon embarazadas, decían ‘¡Pinches indios, los vamos a matar!”, narra Guadalupe Vázquez, sobreviviente de la Masacre de Acteal y concejala tsetsal del Concejo Indígena de Gobierno (CIG).
Y sí. Como siempre la mujer como “botín de guerra”, como “trofeo” del criminal. Las y los mártires de esta matanza fueron 18 mujeres adultas, cinco de ellas con embarazos hasta de siete meses de gestación; siete hombres adultos; 16 mujeres menores de edad, entre los ocho meses y los 17 años de edad, y cuatro niños de entre los dos y los 15 años de edad.
María Pérez Oyalte, 43 años.
Martha Capote Pérez, 12 años.
Rosa Vázquez Luna, 24 años.
Marcela Capote Ruiz, 29 años.
Marcela Pucuj Luna, 67 años.
Loida Ruiz Gómez, 6 años.
Catalina Luna Pérez, 21 años.
Manuela Pérez Moreno, 50 años.
Manuel Santiz Culebra, 57 años.
Margarita Méndez Paciencia, 23 años.
Marcela Luna Ruiz, 35 años.
Micaela Vázquez Pérez, 9 años.
Josefa Vázquez Pérez, 5 años.
Daniel Gómez Pérez, 24 años.
Sebastián Gómez Pérez, 9 años.
Juana Pérez Pérez, 33 años.
María Gómez Ruiz, 23 años.
Victorio Vázquez Gómez, 2 años.
Verónica Vázquez Luna, 22 años.
Paulina Hernández Vázquez, 22 años.
Juana Pérez Luna, 9 años.
Roselina Gómez Hernández (?)
Lucía Méndez Capote, 7 años.
Graciela Gómez Hernández, 3 años.
Marcela Capote Vázquez, 15 años.
Miguel Pérez Jiménez, 40 años.
Susana Jiménez Luna, 17 años.
Rosa Pérez Pérez, 33 años.
Ignacio Pucuj Luna, 62 años.
María Luna Méndez, 44 años.
Alonso Vázquez Gómez, 46 años.
Lorenzo Gómez Pérez, 46 años.
María Capote Pérez, 16 años.
Antonio Vázquez Luna, 17 años.
Antonia Vázquez Pérez, 21 años.
Marcela Vázquez Pérez, 30 años.
Silvia Pérez Luna, 6 años.
Vicente Méndez Capote, 5 años.
Guadalupe Gómez Hernández, 2 años.
Micaela Vázquez Luna, 3 años.
Juana Vázquez Luna, un año.
Alejandro Pérez Luna, 15 años.
Juana Luna Vázquez, 45 años.
Juana Gómez Pérez, 51 años.
Juan Carlos Luna Pérez, 2 años.
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Galindo de Pardo expone que la vinculación del grupo paramilitar que atacó Acteal con instancias gubernamentales se observa en los siguientes hechos: según testimonios recogidos por el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas (CDHFBC), el camión de la presidencia municipal de Chenalhó fue utilizado como transporte para los paramilitares involucrados en la masacre, esto ordenado por el presidente municipal de filiación priista Jacinto Arias Cruz.
Además, funcionarios públicos toleraban y consentían que civiles llevaran armas de uso exclusivo del ejército; la masacre ocurrió a 200 metros de un cuartel de la Policía de Seguridad Pública y a un kilómetro de un cuartel del Ejército sin que ninguno interviniera; después de la masacre el gobierno del estado contrató un grupo de abogados para defender a las personas implicadas en ésta.
“Hay reportes documentados por el CDHFBC que comprueban que la policía local asistió la matanza, así como después la policía intentó encubrir el crimen y a los responsables”, menciona.
Otro elemento es la opacidad de funcionarios estatales, así como contradicciones e inconsistencias en sus declaraciones. El entonces secretario de Gobernación, Emilio Chuayffet, negó rotundamente la existencia de grupos paramilitares, afirmando que lo que existía eran grupos civiles que estaban armados.
“Esta postura en torno a la masacre de Acteal buscó negar el conflicto, minimizar el problema y negar su origen: el paramilitarismo como parte de una estrategia de contrainsurgencia que tenía como principal promotor y responsable al Estado. En este mismo sentido, la hipótesis de Jorge Madrazo Cuéllar, en ese entonces procurador de la República, cumplía la tarea de diluir responsabilidades. Según él la masacre se debió a un problema local entre indígenas en el que los distintos niveles de gobierno no tenían ninguna responsabilidad”, abunda el doctor de la UNAM.
Adrián Galindo indica que la impunidad fue el elemento que caracterizó todo este horror, ya que “a pesar de que 124 personas fueron condenadas a prisión, entre ellas mandos medios, como el presidente municipal de Chenalhó, Jacinto Arias Cruz, o el sargento Mariano Pérez Ruiz, quien participó entrenando al grupo paramilitar, se sustituyó al gobernador y se permitieron renuncias de funcionarios de alto nivel, la responsabilidad nunca recayó sobre las instituciones ni sobre grandes figuras del gobierno”.
“Éstas se defendieron despóticamente con la hipótesis de que la masacre tenía un móvil principalmente interfamiliar y que la colusión de ciertos funcionarios públicos eran hechos aislados. En este tenor también se encontraba la Suprema Corte de Justicia, la cual se negó a efectuar una investigación en Acteal en relación con violaciones graves a derechos humanos por miedo a arrojar conclusiones que se contradijeran con otras instancias públicas”, señala.
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Fueron tal vez las horas más ignominiosas en la historia del México contemporáneo. Eso es mucho que decir en el país de la barbarie, en el territorio de la impunidad galopante.
Tatik Samuel lo manifestaba en su rostro carcomido por el dolor y la vergüenza. El cura “caminante”, el “pastor de los pobres”, clavaba su mirada entumecida en el casi medio centenar de féretros que se formaban frente a él.
Los rezos en tsotsil son de llanto; de eso siempre se han nutrido, de lamento, de injusticia, de espuma nauseabunda y caracol hueco, inmóvil, estático y desierto.
Allá las cruces negras, los gritos de un dolor pesado, oprobioso, místico. Por acá el humo espeso, la plegaria ilegible, el cajón liviano, el cataclismo permanente, repetitivo, despiadado, fulminante…
Acá, más para acá, retumban aún las preguntas del “hermano mayor”, de Don Mariano: “¿Por qué vinieron a matarnos? ¿Acaso somos animales? ¿Qué les hicimos a esas personas para que nos humillaran y mataran a niños, niñas y mujeres embarazadas?”