Foto: Eréndira Negrete
“Cuando llegaba mi amá, en veces llegaba con hombres […] y nosotras teníamos que hacer […] Atender a los hombres. Mi amá no dejaba que nos penetraran, nomás que nos tocaran y nosotras les hacíamos sexo oral”.
Hoy Lucía tiene 40 años. Es de Mexicali. Esas primeras violencias las padeció a los ocho años, cuando todavía no entendía la monstruosidad feminicida que tenía por delante.
Lucía es una mujer de corta estatura (1.50 cm) y pocas palabras. Se describe a sí misma como una persona dura.
Sin embargo, la mujer que pasó sus primeros años con padres separados –él albañil y ella sexo servidora, ambos adictos a la heroína— es una de las sobrevivientes de la violencia contra niñas, niños y adolescentes que se cometen en México por parte del crimen organizado.
A los 13 años, Lucía también empezó a usar drogas por su cuenta de manera recurrente. La situación de abandono del padre y la madre –ella se fue a vivir con un señor casado y él emigró a Estados Unidos—la orillan a convertirse en trabajadora sexual. Ello le permitía acceder al dinero para comprar las sustancias.
El uso de drogas le permitió “funcionar” en el mundo adulto y violento del trabajo sexual precarizado del centro de Mexicali. Su droga de inicio fueron los inhalantes, pues veía alucinar a jóvenes que los usaban y se le hacía “chilo” escaparse de la realidad.
En el ambiente del trabajo sexual su trayectoria de uso de drogas se complejizó, iniciándose y escalando en el uso de pastillas, cocaína, heroína y cristal.
“Yo empecé a usar drogas porque no quería sentir dolor”.
A los 17 años Lucía ingresó por primera vez a la cárcel porque un hombre la contrató para estar con él toda la noche y al día siguiente no le quiso pagar sus servicios sexuales.
Al reclamarle por su dinero, el hombre la golpeó. Ella huyó del lugar, pero regresó al caer la noche con un amigo. En conjunto, golpearon al fallido cliente y lo metieron a un horno de panadería, donde éste trabajaba.
El sujeto sobrevivió con graves quemaduras en todo su cuerpo. Ella fue acusada de intento de homicidio y enviada al penal de Mexicali.
“[…] Nunca me creyeron que lo había hecho porque me había usado toda la noche y me pegó, no entendieron que yo estaba cobrando mi dinero. Me dieron seis años. Ahí encerrada, mi mundo dio una vuelta, porque ahí, en la cárcel me hice otra persona […] Me dieron un trato de adulto. Me mandaron a la cárcel porque ya me conocían, porque andaba acá con hombres [en el trabajo sexual], andaba en pandillas, caía mucho a los separos y todo eso, porque me gustaba pelearme con navajas […] Hice que ya tuvieran una idea de mí y por eso me trataron como mayor, no como menor de edad”.
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Entre 2007 y 2017 se ha triplicó el número de víctimas de homicidio de personas entre cero y 19 años, luego de que en 2007 se presentaron mil 002 homicidios, mientras que en 2017 las muertes de menores por violencia fue de 2 mil 858 homicidios.
En el estudio “Niñas, niños y adolescentes víctimas del crimen organizado en México”, que realizó la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) se destaca que del 92.7 por ciento de desapariciones del fuero común que han ocurrido entre 2010 y 2018, se presentó una tasa de 15.1 niñas, niños y adolescentes menores de 18 años desaparecidos por cada 100 mil habitantes.
Las entidades con las tasas más altas, según el informe del organismo autónomo, son Colima, con el 54.3 por ciento; Sonora, con el 48.2 por ciento, y Tamaulipas, con el 45.4 por ciento.
Tan solo en Tamaulipas, el informe señala que de 2000 a 2012 la tasa de muerte por homicidio en personas menores de 0 a 17 años en el estado aumentó un 600 por ciento.
Ismael Eslava, Primer Visitador de la CNDH, señaló que una de las frecuentes violaciones a los derechos humanos que impactan la vida de las niñas, los niños y adolescentes “es la desaparición impune de sus madres, padres, hermanos y/o compañeros”.
El estudio expone que la tasa de 4.9 homicidios por cada 100 mil habitantes de entre 0 y 19 años “sitúa a México como un país donde la posibilidad de que un niño, niña o adolescente sea asesinado es mucho mayor que en países con conflicto armado tales como Palestina o Siria”.
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En la cárcel, a Lucía la contrataban otras presas que tenía dinero, que se les conoce como “las maiceras”, para “proteger”, para “tumbar” y para golpear a otras internas.
“Yo lo hacía. No me importaba que me mandaran a la ‘bartola’, al hoyo […] Hasta tres meses llegué a estar en una celda de castigo, sin salir, no me importaba porque yo nunca tenía visitas ni nada”.
En prisión nunca dejó de usar drogas. Usaba principalmente pastillas y “chemo”[inhalantes]. Al salir de prisión, regresó al ejercicio del trabajo sexual y allí entró en contacto con grupos de delincuencia organizada que vendían drogas en el centro.
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“[…] Aquí todas las personas se conocen, todos saben quién es quién […] Al ser compradora siempre entras en contacto con cierto tipo de personas […] Y luego uno con malilla [síndrome de abstinencia], llega a hacer muchas cosas que no te imaginas. Yo llegué a estar cuidando gente que tenían encerrada, estuve viendo cómo enterraban personas en La Salada porque estaban vendiendo drogas sin autorización. Los llevaban a La Salada y los enterraban hasta el cuello y luego les pasaban las camionetas por encima. Yo llegué a estar ahí, viendo eso y no sentía nada […] Estaba vacía por dentro […].
“También me pagaban por ir a las casas de personas a golpearlas […] Llegué a matar a otras personas sin saber por qué, sólo porque me decían que lo hiciera […] Tuve que volverme dura y las drogas me ayudaban a no sentir […] En esa etapa hice mucho daño, porque tenía que sobrevivir […] Me gustaba lastimar a la gente. Porque en el mundo de las drogas tienes que hacerte así, nunca tienes que dejar que te miren débil, ni llorar frente a nadie. Yo miraba lo que les pasaba a las demás personas, lo que les hacían y no me dolía, no sentía nada […] El jefe de esa mafia era bien cabrón, le gustaba violar jovencitos en la cárcel. Él veía a los muchachos que se miraban débiles, los agarraba y los violaba”.
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El Primer Visitador de la CNDH, Ismael Eslava Pérez, comenta sobre el grave del riesgo en que están niñas, niños y adolescentes en México, quienes conforman la tercera parte de la población del país, de ser víctimas del crimen organizado y sufrir afectaciones a sus derechos fundamentales, que van desde la mortalidad por el uso de la fuerza letal entre grupos delincuenciales, la pérdida de sus familiares y el desplazamiento forzado.
A esto se le suman –señala– la pobreza, la privación de su libertad, la explotación y trata de personas, hasta modificar su modo de vida e impedir su acceso al derecho a la educación, la salud y la seguridad social, por mencionar algunos.
Menciona que tales situaciones no siempre son visibles para el Estado y sus autoridades, y sus historias suelen ser poco escuchadas o, incluso, ignoradas.
“Las niñas, niños y adolescentes ante el crimen organizado integran una población que, enfrenta las desventajas de vivir en un mundo adultocéntrico que aún ofrece pocos espacios para hablar, participar y exigir el cumplimiento de sus derechos, y que en gran medida depende de la estabilidad y protección que sus familias y comunidades les puedan ofrecer para ejercer plenamente sus derechos”, añade.
Y al mencionar el reciente caso de los homicidios de nueve personas de la familia LeBarón, entre ellos seis niñas y niños, y lesiones contra otras seis personas menores de edad, destacó la gravedad y riesgo en muchas regiones del país, lo que demanda la intervención de los tres niveles de gobierno para lograr la pacificación por la vía del derecho.
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Un tercer punto de quiebre para Lucía fue el embarazo de su primer hijo, quien actualmente tiene 15 años y vive con ella.
Cuando Lucía se enteró que está embarazada, decidió entrar en un centro de rehabilitación en Baja California Sur y cortó todo contacto con el grupo criminal con el que estaba vinculada.
Permaneció en el centro de rehabilitación hasta el momento de dar a luz, con la ilusión de que ese hijo que esperaba le otorgara la oportunidad de un cambio de vida.
Sin embargo, Lucía no contaba con el apoyo económico de alguien y al no conocer un oficio distinto al trabajo sexual, regresó a él.
La incertidumbre e inestabilidad de la sobrevivencia diaria, el contexto precarizado del trabajo sexual y tener un compañero sexual dependiente a la heroína, fueron, entre otras condiciones, factores que coadyuvaron a que recayera en el uso problemático de drogas.
En 2010, ejerciendo el trabajo sexual en el centro de Mexicali, como lo había hecho desde los 13 años, Lucía se enfrentó al ataque de un feminicida, que asesinó de manera brutal a varias trabajadoras sexuales del centro Mexicali con características físicas similares a las suyas.
Lucía cuenta que una noche estaba buscando drogas y en estas circunstancias se topó con un cliente, bien parecido, quien la invitó a su casa a drogarse.
“[…] Yo iba a buscar un chemo y él me dijo que en su casa tenía. Cuando entramos, él me pegó en la cabeza con algo y me desmayó. Cuando desperté, me tenía amarrada a una silla. Había otras mujeres allí que lloraban y pedían que las ayudara. Yo vi todo eso […] Vi como las torturaba, les daba martillazos en los dedos, les arrancaba los pechos con un cuchillo, les daba de batazos en la cabeza y las dejaba ahí […]
“Yo me logré zafar y me tiré por una ventana, caí por atrás de un barranco, pero me persiguió y me alcanzó, me arrastró por un cochinero y cuando vi que me iba a pegar con un tubo, le metí las uñas en los ojos y me puse a gritar. Ahí ya salieron más personas y él se dio a la fuga, no lo pudieron encontrar.
Me dejó la cara así [muestra con sus manos para expresar que estaba hinchada] […] me tumbó los dientes con un palo […] Me acuerdo que lloraba sangre de lo mal que me dejó. No podía agarrar nada de tanto que me golpeó en las manos”.
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El estudio “Niñas, niños y adolescentes víctimas del crimen organizado en México”destaca que de acuerdo con el entonces Registro Nacional de Personas Extraviadas o Desaparecidas en México, a abril de 2018, hay 36 mil 265 menores en esa condición en el fuero común.
De estas y estos niñas, niños y adolescente el 18 por ciento tiene entre uno y 17 años, y el 92.7 por ciento de esas desapariciones ocurrieron entre 2010 y 2018, con una tasa de 15.1 niñas, niños y adolescentes menores de 18 años desaparecidos por cada 100 mil habitantes.
El Primer Visitador de la CNDH refiere que no existen datos precisos del número de personas menores de edad reclutadas por el crimen organizado, aunque “hay casos de reclutamiento forzoso y desaparición de niños y jóvenes por el crimen organizado en Chihuahua y Guerrero.
“La existencia y el incremento de la victimización de niñas, niños y adolescentes es consecuencia de la ausencia de políticas y acciones del Estado para garantizar su protección y el ejercicio de sus derechos”, afirma.
Eslava Pérez expone que una de las frecuentes violaciones que impactan la vida de niñas, niños y adolescentes en el país es la desaparición impune de sus madres, padres, hermanos y/o compañeros; niñez y adolescencia en contextos de crimen organizado, donde sufren violaciones a sus derechos a la libertad y seguridad.
También, “el contexto institucional relacionado con la protección a ese sector poblacional no goza de eficacia suficiente; la distintas formas de violencia a que están expuestas las personas menores de edad, incluyendo la derivada de la actuación del crimen organizado, requieren tratamiento integral; se necesitan investigaciones y estudios específicos sobre niñez y adolescencia, y la resiliencia frente a la violencia cotidiana de niñas, niños y adolescentes se asume como asunto privado y familiar”.
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Lucía narra que una ambulancia la llevó a un hospital y posteriormente fue trasladada a las instalaciones de la Policía Investigadora de Homicidios de Mexicali.
Ahí fue torturada por agentes judiciales, con la finalidad de que ella revelara la identidad del agresor.
A pesar de haber estado horas secuestrada, ella no recordaba su rostro, ni el lugar dónde la había tenido retenida.
“[…] Me pusieron toques en los pechos para que lo denunciara. Me decían que yo lo estaba tapando, que yo no quería decir quién era por miedo. Pero yo no sabía quién era […] Yo sí lo había mirado antes, pero no recordaba su cara […] Me pusieron una de bolsa plástico en la cabeza, me machucaron los dedos […] Yo no aguantaba los golpes que me daban […]
“Me acordaba que me decían que si no les decía el nombre, me iban a acusar de ser su cómplice, que por qué no quería decir su nombre […] Me mostraban fotos de las mujeres, de cómo las había dejado todas torturadas y no me creían que yo me le había escapado, me decían que por qué no me había matado […]”.
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Tras ser liberada, Lucía cuenta haber permanecido encerrada en el hotel donde vivía por un mes y después de ello decidió internarse en un centro de rehabilitación en Baja California Sur.
Estuvo cerca de dos años y en el proceso se embarazó por segunda vez. Dio a luz una niña, de quien fue separada por los familiares paternos de ésta, quienes, a través del engaño, le quitaron la patria potestad.
Tras perder a su hija, regresó a Mexicali al círculo de drogas y vida en calle. Vivía del trabajo sexual eventual y de lavar carros. Allí conoció a su pareja actual, quien es en este momento un bastión clave de su salud mental.