Por Rivelino Rueda
La silueta de Ramiro se observa nítida sobre la banqueta de concreto. Ayer estaba aquí, en este sitio, pero ahora sólo queda ese dibujo mal trazado de su contorno; ese bosquejo delineado con su sangre, sus orines, su mierda, su espuma etílica bucal, sus palabras incoherentes y maltrechas.
Este edificio gris de seis pisos, en la calle de Zempoala, en la Colonia Narvarte, fue su respaldo, su cabecera imaginaria, en la noche apolillada de espasmos moribundos, de pesadillas dolorosas, de imágenes abominables.
Pero eso fue ayer. El muchacho fornido, de unos 30 años, se encontraba en ese mismo espacio, petrificado por un sueño de mezcal de a doce pesos.
Ramiro estaba rodeado por un enjambre compacto de moscas extasiadas por el bulto de mierda que se moldeaba, en formación militar, en la parte trasera de su pantalón de mezclilla azul claro. El rostro lucía desfigurado por una “madriza” bíblica y por la hinchazón común de párpados y pómulos de todos los que somos y hemos sido alcohólicos a lo largo de los tiempos.
No despierta del letargo. La ventisca arrastra la hojarasca hasta su cuerpo fracturado. Las florecillas secas; las pequeñas ramas masticadas por los perros; el polvo fecal de marzo, de abril de mayo, reptan sutiles hasta su inmensidad.
Las empolvadas, melancólicas y carcomidas bolsas de plástico; las colillas mordaces de humos lejanos e invisibles; los popotes de plástico, algunos todavía con labial rojo, mordisqueados de una punta por orgasmos silenciosos, sirven de lecho a un Ramiro que hiede a metanol, a sangre y metanol, a mierda y metanol.
Una luz tenue, brevísima, de un automóvil a toda velocidad sobre esta vialidad de camellón con palmeras secas, quemadas, saturadas de fuego, ilumina la estructura molecular del muchacho moribundo.
Los eructos que esparce, a ras de piso, son pequeños estropicios armónicos que se escuchan sólo a unos diez pasos. Es ese ritmo espeluznante de pulmones secos, de tráquea entumecida, de labios desérticos, lo único que Ramiro exhala de vida. No más.
***
A unos quinientos metros de ese lugar de aires densos y materia en disecación etílica, en un rincón del Parque Las Américas, a un costado del área para niñas y niños, “El Morras” presume a sus compas la hazaña de la “putiza” colectiva contra “ese hijo de su chingada madre que se quiso pasar de verga”.
“Benito Castro” lanza carcajadas aguardentosas. El enorme parecido con uno de “Los Hermanos Castro” lo distinguen de entre todos los ahí reunidos. Es el mayor de todos. Es el que regularmente surte el líquido amarillento de las botellas de plástico transparente, similares a los panales de abejas.
Siempre de traje y zapatos de vestir. Siempre con un bigote cano perfectamente arreglado. Siempre con un clavel blanco en el ojal izquierdo de sus sacos, siempre en la mañana, las primeras horas del día, en los primeros rayos del sol… Ya luego es otra cosa.
“El Mecos” y “El Jarocho” hacen eco del frenesí de sangre, de saña y de sadismo en contra del “pasado de verga que se tomó lo que quedaba del ‘panalito’”. Faltaba más.
Pasan de las once de la noche y Ramiro no se mueve. Los pequeños estertores continúan flagelando sus huesos gelatinosos, sus ojos desorbitados, su cabello de polvo estelar.
Más allá sigue el festín de la “monumental madriza”. Seguirá hasta casi el amanecer, cuando el etanol machaque por completo todos los signos vitales, cuando el sudor de la tierra enmohecida desentume sus músculos, cuando los perros con correa lancen el chisguete de orines humeantes y expulsen las montañitas de mierda cubierta de vaho.
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Un olor metálico de la diarrea permanente rodea a Ramiro. Apenas alcanza a paladear el golpe certero de la primera luz del día cuando ya tiene encima la esquizofrénica vocecilla urbana de que se-compran-colchones-tambores-
La incorporación es algo sobrehumano. Los alfileres penetran despacio en los miles de poros. Las células se estremecen con el chasquido de los motores. Cualquier ruido, por insignificante que sea, sacude el cuerpo hasta hacerlo estallar en millones de partículas. El cerebro pesa, las uñas pesan, la lengua se atraganta en un esófago de fuego.
Ya el sueño dejó de ser el placebo de abominables infiernos internos. Ya el obligado desplome dejó de aliviar las catacumbas de hogueras y tormentas bíblicas que se suceden, una a una, en sus entrañas. Sólo el metanol puede curar la sensación de feroces vértigos. El abismo está a un paso. Ramiro paladea la caída libre.
Nada. Nadie presta atención a la danza demoníaca. Sólo el zumbido de moscas y más moscas es lo que hace al treintañero asirse del cosmos. Y aquí vamos. Expulsando espumarajos de líquidos amarillos, negros y sanguinolentos a cada paso. Así hasta Avenida Universidad. Vuelta a la izquierda. Un peso. Un peso es la súplica que arrastra en cada zancada hacia la nada.
Luego el desprecio. El asco del semejante. El insulto de los del taller mecánico. La maldición de la tortera de la esquina. El repentino cierre de dos negocios vecinos, el de productos alimenticios para “el hombre mamado, para la mujer fitness”, y la lavandería del clasemediero que todo lo debe, que todo lo delega, que todo lo asquea.
Los viejos libaneses de la cafetería de Avenida Universidad y Doctor Barragán le lanzan al piso, lejos de su ámbito, un billete turquesa de veinte pesos. Ramiro se va de bruces cuanto intenta recogerlo.
Y luego el mismo reacomodo de dimensiones. Las falsas. Las verdaderas. El vuelco del relámpago en trescientos sesenta grados. La náusea letal. El líquido amarillo, luego el negro, luego el sanguinolento.
***
Ramiro aparece ese día en la noche en la misma posición de ayer. Ahora el enjambre de las moscas metálicas no sólo está en el bulto infinito de mierda que cuelga en el arco de las piernas.
Ahora el banquete de millones de patas, de alas verduzcas y de ojos rojizos se desarrolla en las axilas; en los labios resquebrajados de costras añejas y heridas recientes; en pies desnudos, carbonizados por una historia sin narradores.
Ahora yace bajo un árbol frondoso. La espalda se recarga en un tronco de corteza quebradiza. El rostro es un globo grisáceo. El cabello un gamborimbo monumental, impregnado de esas esferas puntiagudas y filosas que escupen los ahuehuetes en esta época del año.
A unos treinta centímetros, inmaculada, amorosa, inmensa, descansa la botella de vidrio transparente de un “Anís del Mono”. Vacía. Sublimemente vacía. Exquisitamente vacía. Unas florecillas moradas la resguardan con fervor castrense. Otras, blancas, casi invisibles, como telarañas, sirven de almohada virginal a Ramiro.
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Ya son dos siluetas las que están tatuadas en ese semicírculo. La más nítida, la que no se ha borrado, es la de la calle de Zempoala. Es el contorno perfecto de Ramiro. No dejó rastro ni huella. Sobre Casas Grandes sólo hay dos botellas más de “Anís del Mono”. Las separan una cuadra. Una está en Morena y la otra en La Quemada. No hay más. Ni siquiera hay siluetas. Ni siquiera hay moscas metálicas.