Petra Perezache, la anciana abandonada que tal vez piensa salir hoy

Por Rivelino Rueda

Foto: Mónica Loya Ramírez

Sin contar las tres veces a la semana que Doña Petra Perezache expulsa de su puerta, de su pedacito de acera, al grupito de tenaces vendedores de fe, con gritos, empellones y amagos de una tunda con su inseparable palo de escoba, se puede decir que la anciana sólo se orea, de domingo a domingo, unas cuatro veces.

Tiene el carácter de una bestia hambrienta de zoológico y el aspecto de un ermitaño bíblico. Respira por la boca y tose por las fosas nasales. A la menor provocación, de esas extrañas veces que sale de su casa en ruinas, humedecida hasta los cimientos, lanza el tradicional “ya pónganse a trabajar bola de huevones, que la vida no está para estar haciéndose pendejos”.

El dolor de la vieja Perezache es vasto, profundo, inconmensurable. A ratos salpica maldiciones, a ratos reparte mentadas de madre, a ratos desahoga esa soledad que le oprime el pecho con transeúntes, vecinos, perros, barrenderos, vendedores, pájaros, motociclistas, carteros, repartidores, curiosos.

Nadie se salva de las súplicas de que, de una vez por todas, y para siempre, se los “lleve la chingada, bola de mirones”. Ni siquiera se salva ese cuadro de dos por dos metros, que alguna vez fue un jardín, que está frente a su casa. La obsesión carcome la cúspide de gancho en columna vertebral de Doña Petra y arremete contra ese espacio que alguna vez fue verde.

Primero aniquiló el pasto a mano limpia, a tirones, con saña, como se arrancan los tubérculos, como se arrancan las entrañas las y los que padecen el mal de amor. Cuando sólo quedaron algunos mechones de zacate, cuando el pequeño jardín daba la impresión de estar ante un perro con sarna en su lecho de muerte, la anciana comenzó a abrir zanjas profundas.

Y adentro de esos cráteres verticales nada. Ni una semilla. Ni una flor. Ni un feto. Ni un cadáver de animal. “¡Que no se meta ese pinche perro en mi casa!”, grita Doña Petra Perezache a un par de incautos que pasan frente a su puerta. Luego amaga con la herramienta que utiliza para escarbar la tierra: una rama de las inmensas palmeras que se levantan en el camellón de la Calle Zempoala, en la Colonia Narvarte.

Apenas si se le alcanzan a ver los ojos, la mirada turbia, encolerizada, inyectada en sangre. La anciana tiene unos enormes ojos verdes y unas pestañas de adolescente que florecen en unos párpados lacerados de tiempo. Las cejas no se aprecian, ni el ceño, ni los lagrimales, ni los pómulos. Las sombras del maquillaje, de un negro profundo, de carbón y obsidiana, inundan esa zona de su rostro.

Y es ahí donde se nota que la señora Perezache llora, llora sola, a oscuras, a escondidas, a ratos largos y a ratos pausados.

***

Hoy, jueves 20 de julio, fue uno de esos días que Petra se guardó en su casucha de escurrimientos.

En la fachada ya no existen signos que indiquen si algún día estuvo pintada de algún color; si en el único balcón acróbata que asoma al vacío creció una planta, si alguna ave del vecindario picoteó semillas en el barandal poroso de cemento; si alguna mariposa incandescente de verano se posó en el aletargado marco grisáceo de la puerta frontal.

Adentro la incógnita, la soledad, el abandono, el ensimismamiento. Nada se mueve. Los vidrios opacos parecen tenues hímenes que vigilan el tiempo inmóvil que transcurre dentro. Las ventanas, descuadradas por el peso moribundo del olvido, se apretujan entre sí para solidificar el enclaustramiento de la anciana.

El inframundo hídrico chilango succiona inmisericorde el suelo de Doña Petra Perezache. El cenit es agua. La brújula de navegación es agua. Los insectos que husmean la humedad pegajosa que escurre de las paredes sufren la metamorfosis de agua.

Todo es líquido en ese espacio. Parece que las tuberías reventaron, se hicieron añicos en las entrañas de los muros, como la explosión de un infarto, como esos troncos que se pudren de ahogamiento, de indigesta de lluvia.

Grietas y escurrimientos conviven en esa casa labrada en piedra. Pero algún día la anciana decidió que la humedad era mucha, que las filtraciones de las tormentas horizontales que sorprenden a la Ciudad de México entre mayo y octubre podrían mandar a pique su barco y, con él, sus tesoros.

Por ello esa especie de cuñas de papel periódico entre las ventanas, debajo de las puertas, la de la entrada y la de la inservible cochera. Por eso los parches de cinta canela cruzando las ventanas de hímenes y telarañas. Por eso la sucesiva colocación de las portadas de cartón de la Sección Amarilla, de los últimos cinco años, cubriendo lo que algún día fue la ranura del buzón de cartas.

Tal vez lo que no quiere Doña Petra Perezache es recibir cartas. Tal vez algún día recibió una y determinó clausurar ese buzón, esa casa. Su propia historia.

***

Petra Perezache abrió la puerta de vidrio y metal después de tres días de no hacerlo. La ira es una sola, desde la punta de sus destrozados tenis azules, hasta la punta de su desordenado mechón blanco.

No da un paso a la calle. Todo es desde el filo del portón vapuleado. Lo que hipnotiza es el atronador golpeteo del palo de escoba contra el piso. Repetitivo. Amenazante.

Todo se detiene. La anciana lanza alaridos de animal herido. Los gritos punzantes van del “ya les dije con una chingada que no traigan a ese pinche perro aquí a mi casa”, al “vayan a hacer eso a sus puercas y asquerosas casas”. Nada la tranquiliza. Nada.

La explicación del incauto paseador de canes sólo provoca la explosión total de Doña Petra.

“¡En este pinche momento llamo a la patrulla! ¡Cínicos huevones!”. Los flácidos pellejos que cuelgan de su rostro se adhieren a su esqueleto. No deja de golpear el piso con el báculo de madera. El ritmo provoca escalofríos. Los berridos de rabia no son de este mundo…

“¡Mi árbol! ¡Mi jardín! ¡Mi casa! ¡Vean cómo la tienen cabrones! ¡Yo qué chingados les hice!”

***

Si hay algo que hace que Doña Petra dé ese pasito cósmico del descanso de la puerta de su casa al mundo exterior, pero que además la encolerice hasta la médula, es ese chirrido abominable del timbre apocalíptico de los vendedores de fe.

Son regularmente dos señoras y una joven de cabello afro. Las tres lucen coloridos vestidos con el corte a la rodilla y zapatillas bajas. Es un atuendo particular que se observa afuera de las iglesias evangélicas todos los domingos. La Biblia y las revistas religiosas abrazadas con fuerza al pecho erguido completan el cuadro. Saben a lo que se enfrentan, pero tal vez este día tengan suerte.

Cuando se abre la puerta dan dos pasos hacia atrás. Ya conocen la rutina. Petra Perezache sale convertida en un demonio. Aquí no advierte con golpes de báculo en el piso. En estos casos blande el bastón astillado de millones de cóleras a un metro de los rostros de las obstinadas mujeres.

El viejo e ilegible panfleto –colocado en el vidrio superior derecho de la puerta– nunca ha sido un obstáculo para las vendedoras de fe. Menos, si esa propaganda católica está pegada con cinta adhesiva por la parte interior del cristal opaco.

Ni eso, ni el crucifijo negro que resalta en medio del papel ceniciento. Ni la imperceptible frase debajo de la cruz azabache: “Este hogar es católico. No aceptamos propaganda de otra religión”.

“¡Que viva Cristo Rey! ¡Que viva la Virgen de Guadalupe! ¡Con una chingada!”

El palo de escoba se acerca cada vez más al rostro de las mujeres. Doña Petra reencarna, en ese momento, todo el fanatismo de los cristeros de finales de los años veinte del siglo pasado.

Los lastimeros zapatos tenis de la anciana, rasgados en líneas horizontales en la parte del empeine, los clava en el concreto; firmes, implacables, cual raíces de centenario ahuehuete. Los mechones, de tonalidades amarillas, blancas, verdosas, se erizan como las de los animales cuando sienten un peligro inminente.

Nadie interviene. Todos observan. Silencio absoluto. Sólo el ronroneo bucólico de tres mujeres que piden disculpas y emprenden la huida. Sólo la figura poderosa de Petra Perezache con la vara en posición de ataque. Como estatua soviética. Petrificada. Esculpida en el mármol más bello. Cincelada con las arenas del Adriático y del Egeo. Impasible. Perpetua.

“¡No vuelvan, que ahora sí llamó a la policía!”

***

No ha parado de llover en este viernes que marca el inicio del solsticio de verano. Una tormenta eléctrica vapulea el cielo de relámpagos metálicos. Petra Perezache no ha salido de su casa de piedra. De las paredes escurren riachuelos sin cauces. Un foco permanece encendido al interior de su estancia dolorida.

La sobra de su flácido armazón de médula porosa se proyecta de vez en vez. Se alarga y se ensancha. Luego se difumina. Así permanece hasta las cinco de la mañana. La luz se apaga, el vaho se levanta de la tierra húmeda, los primeros pájaros canturrean una caótica melodía.

Doña Petra parece haber conciliado el sueño. Los escurrimientos de una larga noche de tormenta son ruidosos. Las alcantarillas comienzan sus sudoraciones. Las banquetas hieden a hojarasca ahogada, a orín de perro, a fermentación de raíz. Doña Petra Perezache parece ya no escuchar nada.

O tal vez esté escuchando todo. Tal vez se maquille. Tal vez se arregla el cabello. Tal vez escurre lágrimas por un dolor profundo. Tal vez espera una carta o la vez no. Doña Petra tal vez piense si sea prudente salir hoy.

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