Un paraíso repleto de ambrosías

Por Alejandra Ayluardo Gómez

 

Foto: ChefClown

 

Ideas erróneas de una receta al final de una revista de chismes de mi abuela, hicieron darme cuenta que la manera en que todos ven la cocina no es la misma que se ve desde los ojos de un cocinero.

 

La mentira que se cree la señora de la casa cuando enciende la televisión en el canal gourmet, no es la realidad que miran cientos de personas que se dedican a este hermoso oficio: la gastronomía. Ese era básicamente el mensaje que me dejaba Carlos mientras se agarraba la barba meditando minuciosamente elegir el trozo de atún ideal en el supermercado.

 

Carlos, la persona con la que comparto mis días. El amor verdadero, un racimo de besos acompañados de un espejo de confianza, lealtad, apoyo y demás cursilerías en las que hace tiempo no creía. Dos, dos meses de conocernos, ocho semanas… y la percepción que le tenía a la cocina comenzaba a cambiar, al igual que lo que pensaba del amor, claro.
“No es posible que la gente siga poniendo los mariscos en contacto directo con el hielo sobre la vitrina…”, repelaba indignado, con la misma molestia que un ciudadano hablando del gobierno que le roba mes con mes parte de su salario. Ese era su descontento con las cadenas de supermercados cuyos nombres no le hacían fama al modo de vender la materia prima, la falta de frescura y realidad en sus productos.
Cuando llegamos a mi casa, me comentó sobre la receta que prepararía. La aprendió en una playa de la Riviera Nayarita. Ese mar cristalino con arena sedosa que, por cierto, cuando su paladar tuvo la fortuna de degustar esa exquisitez, no era más que una playa exótica, ideal para surfistas y gente “locochona” que vive la buena vida.

 

Hoy, Sayulita es un lugar turístico común, repleto de turistas extranjeros y gente mainstream que cree vivir esa buena vida.
Entramos a la cocina. Muros blancos, puertecitas blancas por todos lados, mosaicos en el piso, refri duplex del año del caldo, que era más color crema por el tiempo; estufa grande, un poco más contemporánea, y la mesa cuadrada de madera, mandada a hacer especialmente con el objetivo de sacarla al comedor para las jugadas de dominó de mi padre y sus amigos, cuando había.

 

Esa santa mesa estaba hecha para cuatro personas, sin embargo, hemos llegado a comer hasta ocho personas ahí, apretujadas. Cosas de la vida, la convivencia familiar…
Sacamos lo que compramos de aquellas bolsas de plástico, esas que se parecen a los nuevos actorcillos, si, así… bonitas pero delicadas.

Me contaba sobre ese viaje lleno de alegría y aventuras junto con sus mejores amigos y también, sobre el día que probó aquel aglomerado de culturas singulares, el tan sonado ceviche.

 

Desde el momento en el que degustó esa exquisita, mezcla de sabores, se le grabó en la mente que tenía que tratar cada insumo con delicadeza y respeto, “por las raíces, chingada madre…”, dijo emocionado agitando una botella de aceite de olivo en cada mano.

Mientras le ayudaba a exprimir el jugo de varios limones en una taza, él lavaba los ingredientes y seguía deleitándome con esas historias que jamás el tiempo podría borrar. Eso vivido, eso experimentado, eso… Anécdotas divertidas y curiosas, piezas de un rompecabezas que por lo menos a mí, me parecen excitantes. Escuchar las historias de la gente, es el verdadero banquete de un buen periodista.
“El estilo, es algo que desconocen los sujetos que cargan las charolas con trocitos de salchichas y que visten con filipinas blancas, con el nombre de una marca de comida barata y sin sabor…”, lo señalaba con enojo. Se notaba en la manera que tomaba su afilado cuchillo y cortaba el cilantro.

 

Incorporó la hierba fresca a la licuadora. No sabía para qué carajo lo cortaba si al final se haría mierda junto con el pepino, limón, ajo, cebolla, chile, sal, pimienta y un poco de jengibre…

 

¿Un poco de jengibre? ¿Jengibre? ¿Eso no es una galleta que sale en la película de un ogro rescatando a una princesa? Justo cuando pensaba en el pinche burrito parlanchín, pensaba que de plano si se notaba mucho que no tenía ni idea de cómo hacer un sándwich. “Troceo un poco el cilantro para no forzar de más la licuadora…”, dijo. Ah, ahí está la respuesta.
Para mí era sorprendente notar la delicadeza con que trataba no sólo a la comida, también sus utensilios. Parecía bailarina de ballet, así, con esa delicadeza… Licuadora, exprimidor, colador, tabla, chaira y cuchillo.

 

¡Ese cuchillo! Resplandeciente como la hoja del cristal más puro, al que por cierto, se refería como una extensión de su brazo. «Él y yo somos uno mismo cuando trabajamos…», decía dando vueltas, orgulloso. Así es, el amor de su vida. Probablemente cualquier mujer hubiera salido corriendo de la cocina por tal fetiche, pero no, este no fue el caso.
En fin, la manera de limpiar la tabla y mantener todo en orden en la cocina, me hacía tener una inevitable comparación mental, con el cirujano en el quirófano esperando ansioso con sus herramientas para operar.

 

Entonces menciono algo de reparación. “¿Sabes que quiere decir la palabra restaurante?”, preguntó con una mueca que escondía una sonrisa tímida. Me quedé callada. Sonreí por mera inercia y antes de que contestara alguna babosada dijo: “Es el lugar donde se restaura el estómago…”

 

Eso lo sacó de un viejo pastelero francés que lo inició en el arte de la repostería. Enseñándole no sólo términos y técnicas dulces, sino curiosidades y bellezas de la cocina. Laurent, uno de sus mentores.

 

Mientras tomaba una cebolla morada y deslizaba rápidamente el cuchillo sobre la tabla, dejaba ver finos cortes, como el trazo de un meticuloso pintor sobre un pedazo de tela fina. Cortaba el pepino y el mango en cubos pequeños los cuales llamaba brunua. Creo que con eso se refería al nombre del corte. Jamás lo explicó, pero bien que decía brunua para acá, brunua para allá…

 

En la licuadora esperaban los ingredientes ya molidos, incorporó un poco de hielo. “Para darle frescura”, dijo. Nuevamente tomó el cilantro, pero esta vez lo cortó más delgado que la cebolla. Seguía sin entender para qué cortaba con tanta finura, si iba a terminar unos minutos más tarde, todo revuelto en el “reparado” estómago. Solo esperaba el momento de correr por el botiquín de emergencia por tanto pinche corte.

 

Tomó el pescado y lo corto en dados más grandes que lo que ya había cortado. Me platicaba que el señor que conoció en Sayulita le explicó el largo proceso de llevar el pescado a la mesa: “Un pescado para ceviche es mejor cuando es más pequeño, porque entre más grande, más fibra. Si es muy fibrosa la carne, sería como masticar chicle con un sabor picoso y fresco”, dijo. Me quedé pensando en los chicles bubaló con picante, y la verdad no me desagradó mucho la idea.

 

De repente, cuidadosamente sacó de la bolsa izquierda de su pantalón, un pequeño saquillo de plástico con una especie de polvo colorbeige. Le pregunté que si era alguna especie de sustancia nociva. Se rio. Nunca dijo que no. Me dijo como se llamaba pero, como es costumbre, la cocina y yo nunca nos recordamos. Me quedé con la duda, porque tiempo después le pregunté y me dijo que nunca sacó nada… ¡Hombres!
Tomó un bowl de vidrio de una de las mil puertecitas blancas y puso los trozos de pescado. Lo cubrió de aceite de olivo, sal y pimienta. Como si fuera la tómbola del premio mayor, revolvió todo enérgicamente. Agregó la cebolla morada, el cilantro excesivamente cortado, el pepino y el mango. Siguió revolviendo. «Y ahora, el paso final. ¡La leche de tigre!», gritó.

 

Voltee con cara de espanto porque pensé que era alguna especie de broma de mal gusto mezclada con algún albur desconocido… Dicen que la cocina está llena de albures y tenía delante de mí a un cocinero, suena lógico, ¿no?

 

«¿Perdón?», le dije. Rio y dijo «si, si, al licuado verde que tiene integrados los ingredientes que cortamos hace rato se le llama así: leche de tigre…». Según que porque en Perú así se le llama a la base del ceviche. A ver, a ver… entonces ya no entendí. ¿Era platillo mexicano o peruano?
«La cocina es una mezcla no solo de sabores, olores y texturas, también de culturas que nos llevan por el mundo. Es un paraíso repleto de ambrosías…” De nuevo, la respuesta llegó inesperadamente. ¡Bárbaro! ¡Comienzo a pensar que me lee el pensamiento!
En ese momento me sentí como Tambor, el conejo de Bambi que se enamora de la conejilla que pasa por el bosque. Otra vez, la inevitable cursilería. Tomó una tostada de maíz, le puso un poco de esa delicia costeña nayarita. Tomé la tostada… Esa fue la primera de muchas tardes en la cocina de mi casa, pero no cualquier tarde. Degustando, cocinado, escuchando, probando, imaginando, experimentando y enamorándome más de los dos. Si, de él y de la gastronomía.

Related posts