Por J. Jesús Lemus/Zenzontle400
Dice un popular refrán que “no hay plazo que no se venza, ni fecha que no se llegue”; eso quedó demostrado este día luego que el que fuera Secretario de Seguridad Pública en el gobierno del presidente Felipe Calderón, Genaro García Luna, fuera detenido en la ciudad de Dallas, Texas, tras ser señalado de cargos por narcotráfico.
El nombre de Genaro García Luna había salido a la luz en diversas declaraciones judiciales de reconocidos narcotraficantes en México, incluso su nombre se mencionó en el juicio de Joaquín Guzmán Lorea, como una de las personas que fueron corrompidas dentro de la estructura del gobierno mexicano, por parte del cartel de Sinaloa.
Hasta hoy Genaro García Luna se había visto como un hombre intocable, al menos para la justicia mexicana, pese a la cantidad de testimonios vertidos en diversos procesos penales, y trabajos periodísticos, en donde se le relacionó con actos de corrupción, al ser beneficiado con millonarias cantidades de dólares para permitir la operación de diversos carteles de las drogas.
Uno de esos señalamientos quedó plasmado en el libro El Último Infierno, recabado durante mi estancia en la cárcel federal de Puente Grande –donde fui encarcelado por instrucción de Genaro García Luna- en donde la versión de corrupción del hoy ex secretario de Seguridad Pública la detalló con pormenores el jefe de sicario del cartel de los Hermanos Beltrán Leyva, Sergio Enrique Villareal Barragán, “El Grande”.
Este testimonio periodístico, al igual que el que logró la periodista Anabel Hernández, en su libro Los Señores del Narco, nunca fue atendido por la autoridad investigadora; igual se dejaron pasar al menos media docena de testimonios de algunos narcotraficantes, que hablaron de la corrupción de Genaro Luna García, la que fue solapada por el entonces presidente Felipe Calderón.
Sergio Enrique Villareal, el menos en los pasillos de Puente Grande, siempre insistió en su cercanía familiar y personal con el ex alcalde de Torreón, Guillermo Anaya Llamas, compadre de Felipe Calderón, a través del cual pudo estrechar también “una relación de negocios” con el mismo Genaro García Luna, del que aseguró “cobraba una cuota por dejar trabajar a los Beltrán Leyva”.
En aquella ocasión El Grande contó a todos los presos que compartíamos el mismo pasillo, que Guillermo Anaya, le asignó un grupo de policías para el traslado de dinero y drogas. “Era un grupo de policías municipales de Torreón que yo inicié en el narcotráfico”, dijo ante aquel montón de presos que éramos y que no teníamos nada que hacer, sino escuchar historias de criminalidad como estas.
De acuerdo a “El Grande”, aquel equipo asignado por el que fuera alcalde de Torreón y compadre de Felipe Calderón estaba también integrado por algunos ex escoltas del entonces secretario de Seguridad Pública federal, Genaro García Luna. Recordó que uno de esos escoltas, al que llamó el Monín, era el enlace directo con el equipo cercano de García Luna, encabezado por Luis Cárdenas Palomino, al que luego se le atribuyó la autoría intelectual de la llamada Operación Limpieza.
El Grande platicaba que el grupo de sicarios asignados fue el que hizo la labor sucia para limpiar Coahuila de Zetas. Narró infinidad de ejecuciones, compra de funcionarios locales y eventos de trasiego de drogas. También contó con detalles cómo aquel grupo, asignado desde las cúpulas del poder por Anaya Llamas, se convirtió en promotor de un plan de pacificación que salió desde Los Pinos, el cual consistía en hacer una cumbre con todos los jefes de los cárteles operantes en México para alcanzar un acuerdo de paz.
“El Grande” —según su dicho— fue el mensajero personal de la cúpula de gobierno. A su decir, se le comisionó para que convocara a todos los cárteles a una tregua, por lo que reprimió su vocación asesina y comenzó a liberar a todos los contrarios que sus hombres capturaban en Coahuila. A los hombres de Los Zetas, que interceptó meses antes de su propia detención, los dejó en libertad con la condición de que llevaran a sus jefes la propuesta de organizar una reunión para pactar la paz.
La tranquilidad y honorabilidad de la reunión estaría garantizada por representantes del ejército. El mismo mensaje se hizo llegar a otros jefes de cárteles, entre ellos a La Familia Michoacana, que entonces también tenía presencia en la zona. A Jesús Méndez Vargas, “El Chango”, se le convocó a la cita que tendría que definirse en lugar y fecha que dispusiera la Presidencia de la República.
El mensaje se le hizo llegar de la misma forma a “El Chapo” Guzmán y a la directiva del cártel de Los Beltrán Leyva. La intención de la presidencia, según dijo El Grande, era que la cumbre entre los jefes del narcotráfico del país se llevara a cabo antes de que terminara 2010. Estaba planeada para la primera quincena de agosto, con el fin de que el 15 de septiembre, cuando Felipe Calderón alardeara del vano nacionalismo de su administración con las fiestas del centenario del inicio de la Revolución y el bicentenario de la Independencia, no hubiese ni un solo ejecutado por narcotráfico en México.
Por eso se le encomendó al Grande convocar a la cumbre de pacificación. Él dijo que se esforzó e incluso les ordenó a sus sicarios que no mataran sin razón. Incluso contaba con algo de falsa modestia que entre mayo y agosto de 2010 las células bajo su mando “se ganaron el cielo” al perdonarles la vida a poco más de 300 sicarios de los cárteles del Golfo y Los Zetas, que se negaron a aceptar el acuerdo de paz lanzado desde la presidencia.
A decir del Grande, el primer cártel que se alineó a las instrucciones del gobierno federal fue el del Chapo. A finales de mayo llegó un emisario de Guzmán Loera que le hizo saber al Grande, quien por entonces vivía entre casas de seguridad de Saltillo y de Puebla, que el Cártel de Sinaloa estaba dispuesto al diálogo y que el Chapo tenía la voluntad de llegar a un acuerdo con la presidencia y con todas las instituciones de seguridad para terminar con el baño de sangre en el que se estaba ahogando toda la nación.
El enviado personal del Chapo también le manifestó al Grande su deseo de llegar a un pacto de paz con todas las bandas del narcotráfico, “siempre y cuando se hiciera una distribución equitativa de todo el país para que nadie cobre derecho de piso sobre los otros cárteles”. Sólo había una condición de Guzmán Loera: que toda la costa del Pacífico siguiera bajo resguardo de su organización, la cual garantizaba paz y seguridad para la población civil.
Al Grande le dio gusto conocer la disposición del Chapo. Sabía que era “el jefe de jefes” de los cárteles y que su adhesión a la propuesta oficial sería un aliciente para que los otros cárteles se sumaran. El emisario del Chapo fue tratado como un verdadero dignatario por parte del grupo anfitrión en Saltillo. A él y sus cuatro escoltas les hicieron una fiesta que duró más de cuatro días y en la que hubo de todo lo que el cuerpo puede desear.
El Grande se preciaba de ser buen anfitrión y de esa forma le mandó un mensaje de gratitud al Chapo. Entonces, a través del Monín, que tenía contacto directo con García Luna, le informó a la presidencia que las gestiones para la reunión cumbre del narco iban por buen rumbo. “El Chapo no objetó ninguna sede para la cumbre —contó Villarreal—, sólo pidió que hubiera garantías para que ninguno de los presentes en la reunión acudiera armado”.
La intención de los organizadores del encuentro de capos era realizarla en dos sedes donde podrían pasar desapercibidos todos los asistentes: Acapulco, Guerrero, y Puerto Vallarta, Jalisco. El Grande explicaba que los gobernadores de los dos estados eran cercanos al presidente y estaban dispuestos a colaborar en el evento y a garantizar la seguridad de los asistentes.
Una sede alterna que ofreció el propio Villarreal para la cumbre de capos, por si alguien no quisiera ir a Guerrero, fue el estado de Coahuila, donde la seguridad del encuentro correría a cargo del gobernador Humberto Moreira. La sede del encuentro no fue el problema de los jefes que fueron aceptando la invitación.
El obstáculo, como reconoció el mismo Villarreal, fue siempre la desconfianza de unos hacia los otros. Por ejemplo, Héctor Beltrán Leyva aceptó siempre y cuando se le permitiera presentarse con un grupo de escoltas armados discretamente. Manifestó su plena desconfianza por la presencia de quien fuera el representante del cártel de los hermanos Arellano Félix. También propuso que no se permitiera la asistencia de Heriberto Lazcano, al que consideró un traidor a cualquier causa de buena fe que se pudiera plantear en la mesa de diálogo.
Contó que otro de los que aceptaron reunirse en la proyectada cumbre del narco fue el jefe de La Familia Michoacana. Jesús Méndez Vargas, al ser convocado al encuentro, mandó decir que sí tenía la intención de reunirse con todos los jefes del narcotráfico para llegar a un acuerdo de paz. “El Chango Méndez Vargas fue el único que propuso que después de los diálogos de paz se abriera un espacio para llegar a acuerdos de negocios entre particulares, sin injerencia del gobierno federal”, recordaba Villarreal.
Ninguno otro de los que aceptaron participar en aquel encuentro había propuesto que éste se utilizara también como foro de negocios para todos los involucrados en el trasiego de drogas. Por eso el Grande siempre reconoció que todos los narcos de Michoacán eran buenos para hacer tratos. Ése es un principio que no rige en otros cárteles, reconoció.
De hecho, el Grande se lamentaba en la prisión del grado de “fanatismo” que se estaba apoderando del crimen organizado. “La mayoría de los sicarios sólo matan por matar”, reflexionaba, y entonces terminaba por reconocer la honorabilidad de los viejos fundadores del narcotráfico. Nunca ocultó su admiración por Rafael Caro Quintero, al que de manera frecuente intentaba hacerle llegar saludos con algunos de los oficiales de custodia que tenía a su servicio.
Contó que a ninguno de los invitados que respondieron a su invitación para la cumbre de capos le fue mal. A cada uno de los que le mandaron decir que sí asistirían les hizo llegar un millón de dólares. Primero como una muestra de agradecimiento por la contestación, y después como una cortesía para que cada uno de los capos interesados organizara su propio esquema de movilización.
Con un millón de dólares —explicaba en sus pláticas— era suficiente para comprar dos o tres camionetas blindadas. Los gastos del hospedaje y demás serían costeados por el gobierno federal, que comenzó a organizar el importante evento mediante un grupo especial de la Secretaría de Seguridad Pública.
La cumbre estaba pactada para el 10 de agosto de 2010. Se realizaría en una casa de seguridad del puerto de Acapulco. Sería breve: se contemplaba un diálogo de entre tres y cinco horas. La reunión sería avalada por altos funcionarios de la Secretaría de Gobernación. No estaba contemplada la presencia de ningún secretario de Estado aun cuando el Chapo pidió dialogar directamente con el presidente Calderón.
Después de la reunión para acordar las bases de la paz, los presentes en el encuentro tendrían la posibilidad —tal como lo había solicitado el jefe fundador del cártel de La Familia Michoacana— de un espacio para poder establecer rondas de negocios, pactos y alianzas entre los representantes de los cárteles.
Habían acordado asistir al encuentro los representantes de los cárteles del Pacífico, del Golfo, de Juárez, La Familia Michoacana, así como los hermanos Arellano Félix y Los Beltrán Leyva. La reunión no se pudo llevar a cabo, contaba el Grande como quien revela el desenlace de una mala película que se anticipa desde las primeras escenas. “No se concretó porque Los Zetas hicieron todo para cerrar la posibilidad del diálogo”.
De estos relatos, El Grande siempre decía que no eran actos de fe que todos tenían que creer. Aseguraba que nada lo movía a mentir, pues lo que había contado no cambiaba en nada su realidad, y alegaba que no lo habían mandado allá para entretener a los presos. Finalmente decía estar seguro de que había narrado la verdad que le había tocado vivir.
Y reiteraba que él ayudó a impulsar el plan de pacificación entre las organizaciones criminales, aun cuando fue iniciativa de las cúpulas del poder, y por eso se ganó la amistad del presidente y Genero García Luna. Y tal era esa cercanía que a mediados de diciembre de 2010 el Grande ya alardeaba en los fríos pasillos del área de Tratamientos Especiales que su permanencia en prisión sería breve.
Con sangre fría, al parecer seguro de sus palabras, lanzaba apuestas provocadoras a sus vecinos de celda. Alardeaba de que las puertas de Puente Grande se le abrirían pronto y hasta denostaba la fuga del Chapo Guzmán porque, decía, hay formas más inteligentes de salir del penal. El Grande tenía su propio plan para salir de ahí sin necesidad de fugarse. Antes de que concluyera diciembre de 2010, Villarreal se convirtió en testigo protegido.
La PGR de la administración panista de Felipe Calderón lo acogió en el programa de beneficios a fin de que delatara las estructuras criminales que él aseguraba conocer plenamente. Cuando esto se supo en el pasillo le llovieron amenazas de muerte. El Grande tuvo que guardar silencio y no volvió a contar ninguna historia. A veces le ganaba la necesidad de hablar, pero la mitigaba con soliloquios que se escuchaban apenas como murmullos desde su celda.
Ante un juzgado federal, el Grande ofreció poner al descubierto la red de corrupción que estaba afectando la operatividad de la PGR: fue el principal soporte de la mediática campaña conocida como Operación Limpieza. Esta acción estelar del presidente Calderón y García Luna se convirtió, a falta de pruebas contra los indiciados, en la mayor pifia de su guerra contra el narco.
El Grande se presentó ante el juez de la causa y durante dos semanas, en periodos de hasta cuatro horas diarias, declaró una serie de historias similares a las que narraba en la mazmorra de Tratamientos Especiales, a través de las cuales intentaba contar cómo el cártel de los hermanos Beltrán Leyva, en la época en que él era su sicario favorito, se hizo del control de la PGR mediante la compra de funcionarios.
Las acusaciones de Sergio Enrique Villarreal fueron enfocadas sobre el que fuera titular de la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO), Noé Ramírez Mandujano, y 24 funcionarios menores, entre ellos Fernando Rivera Hernández, Miguel Ángel Colorado González, Jorge Alberto Zavala Segovia, Luis Manuel Aguilar Flores, Arturo González Rodríguez, José Manuel Ramírez Cabañas, Moisés Minutti Mioni, Mateo Juárez Vázquez, Antonio Mejía Robles y José Antonio Cueto López .
“Mateo” fue el nombre clave de El Grande como testigo protegido de la PGR de Marisela Morales. Con ese nombre respondía ante el juez. A mediados de diciembre argumentó que estaba en riesgo su vida en la prisión de Puente Grande, por lo que solicitó su traslado. Incluso pidió que lo extraditaran, pues aseguraba que en ninguna cárcel de México estaría seguro, dada la magnitud de las revelaciones que hacía.
El juez aceptó enviarlo a una cárcel de Estados Unidos. El Grande había logrado un acuerdo con el juez: ofreció decir todo lo que sabía sobre la infiltración de la PGR a cambio de que mejoraran sus condiciones de vida y le respetaran el cuantioso patrimonio acumulado en más de 20 años de ser asesino a sueldo y narcotraficante.
El juez, tal vez lleno de morbo, también indagó en la memoria del delincuente sobre las relaciones que tenía con la clase política, incluidos el presidente Calderón, el secretario de Seguridad Pública Genaro García Luna, el senador José Guillermo Anaya Llamas y funcionarios como Luis Cárdenas Palomino.
Tan convincentes fueron las historias de Villarreal, o tan necesario fue Proteger a García Luna, que el mismo juez realizó las gestiones ante la PGR no sólo para enviarlo a una prisión “cómoda” en Estados Unidos, sino para conseguir que se le otorgara un sueldo permanente durante su reclusión, con el argumento de que los hijos del sicario necesitaban una educación adecuada. Por alguna razón la PGR decidió no sólo hacerse cargo de los gastos familiares del Grande, sino respetarle la propiedad de tres ranchos, dos aviones, cinco mansiones y media docena de negocios.