La situación que impera en Santa Fe de Bogotá, al dejar el poder el general Simón Bolívar, es alarmante. Su renuncia ha conmocionado el ambiente político, tanto de la Nueva Granada, como de las regiones que seis años antes había liberado del dominio español.
En pocos días se reunirá el Congreso Constituyente para elegir al presidente de la república de la Nueva Granada y aprobar una nueva constitución, en una tentativa tardía de salvar el sueño dorado de integración continental.
El Perú, en poder de una aristocracia regresiva, parece irrecuperable. El general Andrés de Santa Cruz maneja el destino de Bolivia por un rumbo propio. Venezuela, que se encuentra bajo el imperio del general José Antonio Páez, acaba de proclamar su autonomía.
El general Juan José Flores ha unido Guayaquil y Quito para crear la república independiente del Ecuador. La república de Colombia, primer embrión de una Patria inmensa y unánime, está reducida al antiguo virreinato de la Nueva Granada.
Simón Bolívar, mejor conocido como “El Libertador”, deja atrás Santa Cruz de Mompox, pueblo localizado a las orillas del Río Magdalena. Su destino es Riohacha. Allí tomará un barco que lo llevará a Europa. Su autoexilio responde a presiones políticas y a la enfermedad que padece.
La entrevista con Bolívar se desarrolla en un champán –barco fluvial—, construido especialmente para él y acondicionado para este viaje, con un lienzo cubriéndolo de las inclemencias del tiempo; un librero, una pequeña mesa en la que se encuentra un tintero, una pluma de ganso, papel, cartas de baraja y dos libros: El contrato social, de Jean-Jacques Rousseau, y El arte militar, del general italiano Raimundo Montecuccioli, dos joyas que pertenecieron a Napoleón Bonaparte y le habían sido entregadas por un general inglés, según nos comenta.
“El Libertador” –ataviado un una camisa blanca arremangada hasta los codos, pantalones de gamuza negros, botas estilo Wellington y sombrero de palma—da muestras de su enfermedad. Su cuerpo encorvado, sus huesos desordenados por la vejez prematura y sus rizos color ceniza, no coinciden con un retrato en miniatura que tiene sobre el librero, montando a su glorioso caballo “Palomo Blanco”.
“Ya lo único que me queda es morir”, dice el general con una leve sonrisa.
–¿Cuál es la impresión sobre la situación que impera en las regiones que liberó?
–Se equivocó el destino. Aquí no habrá más guerras que las de los unos contra los otros, y éstas son como matar a la madre. No espero salud para la Patria –dice exaltado–. Y levantando la voz añade:
“La vaina es que dejamos de ser españoles y luego hemos ido de aquí para allá, en países que cambian tanto de nombres y de gobiernos de un día para otro, que ya no sabemos ni de dónde carajos somos”.
–¿Usted considera que Francisco de Paula Santander fue el culpable de que el “sueño bolivariano” de integración continental no se cumpliera?
–Lo repetiré mil veces: La conduerma de que el golpe mortal contra la integración no se lograra, fue invitar a los Estados Unidos al Congreso de Panamá, como Santander lo hizo por su cuenta y riesgo, cuando se trataba nada menos que de proclamar la unidad de América.
Levantándose de la hamaca y después de llevarse las manos al rostro enrojecido y sudoroso, Bolívar grita: “¡Era como invitar al gato a la fiesta de los ratones! Y todo porque Estados Unidos amenazaba con estar convirtiendo al continente en la liga de los estados populares contra la Santa Alianza. ¡Qué honor!”
Notoriamente perturbado, el general caraqueño se pasea de un lado a otro del champán. Explica que la Patria se cae a pedazos, de un océano a otro. Afirma que no hay tanto como sacarle cuerpo a la adversidad: “No hay sacrificio que no estemos dispuestos a soportar para salvar a la Patria”.
Simón Bolívar, que viaja por cuarta ocasión por este río, de nuevo se sienta en la hamaca y recuerda que la primera vez que lo surcó fue en 1813, cuando apenas era un coronel de milicias.
Al preguntarle sobre la batalla que más recuerdos le traía, contestó: “En enero de 1820, en los llanos altos de Apure. Una peste fulminó a las bestias en plena marcha. El llano era un reguero pestilente de catorce leguas de caballos muertos. Muchos oficiales desmoralizados se consolaban con la rapiña y se complacían con la desobediencia”.
Narra que aquella noche llegó a Apure con dos mil hombres. Había liberado del dominio español dieciocho provincias. Cuenta que con los antiguos territorios de la Nueva Granada, la Capitanía General de Venezuela y la Presidencia de Quito, había creado la República de Colombia, y era a la sazón su primer presidente y general en jefe de sus ejércitos.
Reconoce que su ilusión final era extender la guerra hacia el Sur, para hacer cierto su sueño fantástico de crear la nación más grande del mundo: “Un solo país libre y unido desde México hasta el Cabo de Hornos”.
–¿Cómo empezó la idea de liberar a los pueblos americanos del dominio español?
–A los veinte años. Entonces era un viudo reciente. Estaba deslumbrado por la coronación de Napoleón Bonaparte, me había hecho masón. Había viajado a través de Europa de la mano de mi maestro Simón Rodríguez. En una colina de Roma, leyendo a Emilé, de Rousseau, y Los derechos del hombre, de Thomas Paine, prometí a mi maestro y juré por el dios de mis padres, que mis manos no se cansarían ni mi alma reposaría hasta que no rompiera las cadenas que nos ataban a España.
–¿Influyó en sus ideales la muerte de su única esposa, María Teresa del Toro?
–Si. Me sacó del terreno de las cosas mundanas para centrar mis pensamientos en los problemas de mi país oprimido. Pero prefiero no hablar de ella.
Bolívar hace una seña a José Palacio, su inseparable colaborador.
José Palacio ha hecho toda su vida con el general: sus dos destierros, sus campañas completas y todas sus batallas. Palacios se apresura a servir vino Oporto. Le ayuda a Bolívar a quitarse las botas y ocupa de nuevo la silla, a un lado de la hamaca de “El Libertador”.
Simón Bolívar, recostándose de nuevo y dando pequeños sorbos a su copa, reconoce que de no haber sido por la ayuda de Alexander Pétion, presidente de la república libre de Haití, la independencia de Las Américas no se hubiera consumado.
Precisa que “La carta de Jamaica”, escrita por él y publicada en un periódico de Kingston, fue la chispa del movimiento insurgente. “No son los españoles, sino nuestra propia desunión lo que nos ha llevado de nuevo a la esclavitud”.
Luego se refiere a la grandeza, los recursos y talentos de América. Y repite varias veces: “Somos un pequeño género humano”.
Respecto al rumbo que tomarán los países liberados, opina: “Tal parece como si hubiéramos sembrado tan hondo el ideal de la independencia, que los pueblos están tratando de independizarse los unos de los otros”.
–¿Cómo conoció al general Sucre?
–En la ruta de Angostura, poco después de haber asegurado la independencia de la Nueva Granada. Encontré un bote volteado en los rápidos del Orinoco y vi a un oficial nadando hacia la orilla. Me dijeron que era el general Sucre. “No existe ningún general Sucre”, repliqué indignado. En efecto, era Antonio José de Sucre, ascendido unos días atrás a general del Ejército Libertador y con quien he mantenido desde entonces una amistad entrañable.
“El Libertador”, meciéndose lentamente en su hamaca, con el cabello y el rostro empapados de sudor, comenta que los momentos más inolvidables de su vida fueron los recibimientos que le hicieron en caracas, Quito, Santa Fe, pero afirma que nunca olvidará la noche de gloria del 8 de febrero de 1826. Lima les había ofrecido una recepción imperial, a la que el general correspondió con unas palabras que dice repetir en cada brindis.
Levanta su copa y pronuncia emocionado: “¡No queda ni un solo español en el vasto territorio del Perú!”
El calor comienza a ser insoportable. En las riberas del Río Magdalena comienzan a observarse casas blancas y animales de establo. Había terminado la selva que nos había acompañado durante todo el trayecto: “Nos acercamos a Zambrano”, dice “El Libertador”.
–Una última pregunta general, ¿qué pasará con América en el futuro?
Bolívar se levanta repentinamente. Tiene las piernas cazcorvas de los jinetes viejos. Había cabalgado dieciocho mil leguas, más de veinte veces la vuelta al mundo. Hace honor a su apodo “Culo de Fierro”.
Responde con un solo aliento: “América es la Patria y todo está igual: sin remedio. ¡No hay que delirar más! ¡Esto se lo llevó el carajo! ¡Nos la echaron a perder!”
Enfurecido, grita: “¡Lo único que queda ahora es empezar otra vez desde el principio!”
Es el fin. El general Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar Palacios Ponte y Blanco se va para siempre. Había arrebatado al dominio español un imperio cinco veces más vasto que las Europas. Había dirigido veinte años de guerras para mantenerlo libre y unido, y lo había gobernado con pulso firme hasta la semana pasada.
(Entrevista apócrifa a 188 años de la muerte de “El Libertador”, el 17 de diciembre de 1830 en Santa Martha, Colombia)