El amor gay en la era millennial

Por Jenaro Monsiváis

Al elegir el título me pregunté si debería hacer referencia al amor y experiencia gay, que es la columna vertebral de este texto. Pero, ¿etiquetar o subrayar la homosexualidad de éste que escribe, no es en cierto modo, excluyente?

¿No estaría limitando el número de lectores, o limitando mis capacidades creativas, al señalarlo? Porque, más allá de temperamentos, identidades sexogenéricas, orientaciones sexoafectivas y roles en la cama, ¿no tenemos todos los seres humanos ciertos rasgos en común al enamorarnos y amar?

¿Acaso no todos hemos enloquecido con un sentimiento, o herido y sido heridos por una pasión tormentosa? ¿No hemos todos disfrutado un sueño vuelto realidad, y nos hemos estrellado contra una decepción al despertar?

Es absurdo que yo pregunte esto, ya que he llegado a creer que no todo mundo tiene la capacidad de amar o de permitirse ser amado. Para ello se deben vencer ciertas resistencias, que algunos no son conscientes que tienen, o no quieren dejar.

Tal vez después de acumular un repertorio de cicatrices emocionales, se le cuela a uno en el alma cierto cinismo, cierta frialdad hecha coraza que impide que volvamos a dejarnos arrastrar por el corazón, como barcos en medio de una tormenta. Y no es cuestión de edad, porque quienes hemos sido lastimados podemos ser menores de treinta, o estar tan lastimados como un adolescente o alguien de la tercera edad.

Desamor, que palabra tan absurda. No existe tal cosa como el desamor. Se ama o no se ama. Punto. Se odia o no se odia; no existe algo como el «desodio», por ejemplo. Desamor quizás es el intento lingüístico de expresar el vacío que deja la falta de amor o el final de uno.

Porque la ausencia de afecto nos vuelve conscientes de una pérdida, cuyo dolor puede ser infinito, por más breve o nefasta que la relación haya sido. Pero <<desamor>> se queda tan corta, tan pequeña ante la experiencia. Desolación es quizás la mejor palabra para ello.

Los sentimientos son y se viven –abiertamente o en silencio, solos o en compañía– pero no hay medias tintas. Pueden matizarse, mezclarse con los vaivenes emocionales de cada día, pero la esencia permanece por más que intentemos disimular o cambiar. Si alguien te agrada, te agradará aunque pueda ir variando esa simpatía. Si no, no habrá nada que hacer aunque tú o la otra persona se paren de cabeza y le den la vuelta al mundo.

La química trasciende nuestra voluntad, tiene algo de destino, pero si no nace, no será y punto. Por supuesto que los sentimientos cambian, uno cambia, la armonía surge o desaparece, y a veces tras un cambio profundo es difícil retroceder.

Escribir, decir y leer esto es fácil, pero el proceso de aprenderlo-aprehenderlo puede ser tan largo y doloroso… A mí me ha costado demasiados tropiezos y oportunidades desperdiciadas, demasiado tiempo inútilmente desperdigado lamentándome por hombres a los que ya no les importaba. Uno en particular, quizás el principal motivo de mi artículo y la razón por la que creo ya estoy incapacitado para volver a amar y desear la idea de una pareja.

Siento que vago por la vida curtido, roto, demencial. Ciclotímico y radiante por fuera, pero abúlico y muerto por dentro. Congelado emocionalmente, pero sonriente, medianamente aceptable, funcional y sociable en esta sociedad de autómatas. Incapaz de volver a amar de verdad, y tan salado que cuando lo intento, es la otra persona en turno a la que no le intereso más allá del sexo.

Extraño mi adolescencia. Entonces cabía la experimentación, el aventurarse a conocer o tener sexo con alguien sin la menor conciencia del mañana. Fulgores de inocencia infantiloide edulcorados con atrevida precocidad.

Cada hombre era una historia por sí misma, una anécdota para el futuro, una marca en mi récord amatorio. Y al mismo tiempo, un escape, una fuga, una divertida evasión del vacío de unos años tan profundamente solitarios como mi infancia. ¿Dónde quedó ese adolescente? ¿Cómo es que después de él — llamémoslo el señor MH– me convertí en un joven sentimental y aburrido?

¿Qué habría sido de mí sin el bullying y las homofobias que me rodeaban? ¿Habría sido más estable, menos promiscuo a mitad de mi adolescencia, y menos iluso-cursi al final de la misma?

¿Habría tenido menos problemas para disfrutar realmente mi sexualidad, de haber superado rápidamente el acoso sexual que viví al inicio de la secundaria? ¿Se supera eso, o aprendemos a disfrutar la vida, pese a no superarlo? Carajo, como me traumó eso. Me extendería demasiado si cuento a detalle cuánto sufrí por ello.

Baste decir que, pese a mi amplio historial, pocas veces he disfrutado realmente mi vida sexual. Es decir, sí, fue excitante vivir esa adolescencia desordenada y surrealista, cargada de secretos y adrenalina, pero siempre me faltaba algo. Nunca lograba conectarme por completo.

Quizás también tiene que ver con presionarme demasiado para complacer al otro, y no prestarle la atención y los cuidados debidos a mi propio placer. ¡Cuánta codependencia y obsesión mía con ser aceptado por los demás, por más fugaz y superflua que fuera una relación! ¡Cuánto me ha costado dejar de vivir y sentir en función de la aceptación o rechazo de otros!

No sé si esto sea generacional o una cuestión masculina, pero creo que condicionamos demasiado nuestra valía a nuestro desempeño sexual… ¿Por qué nos hemos vuelto tan superficiales como para pensar que solo somos carne? ¿Tan poco valemos como para que solo importen nuestras habilidades sexuales? ¿No son éstas, responsabilidad de ambas personas (o el número de personas que participen)? ¿Por qué tendemos a cargarle la responsabilidad a un solo lado de la balanza, y por qué permitimos que nos culpen en esos casos?

Es tan difícil encontrar una verdadera relación en el ambiente gay. ¿Por qué hablo solo de los gays? Actualmente es igual o más difícil relacionarse entre heterosexuales también. Ya no digamos una relación duradera, sea de amistad o pareja. Me refiero a una interacción continua y más profunda, que rebase el «cojemos y te vas» predominante de nuestros días.

Ese hiperconsumismo sexoafectivo de relaciones Kleenex, en las que convertimos al otro (o nos convertimos para el otro) en el sustituto del pañuelo desechable del acto masturbatorio, lo que antaño solo sucedía entre prostitutos y clientes, con la diferencia que el leitmotiv contemporáneo nos lleva a hacerlo gratis, sin jerarquías, ni paga, ni compromiso emocional.

Las apps de ligue son, por si solas, estupenda materia prima y objeto de estudio para psicólogos y sociólogos. Es increíble cómo algo, en apariencia tan banal, dice tanto de nosotros y de nuestras variopintas formas de relacionarnos. No es difícil que en el futuro, si no es que ya mismo, sean analizadas para estudiar nuestro comportamiento. Y honestamente, no me quiero imaginar qué expresan de la comunidad LGBTTTI mexicana los perfiles de aplicaciones como Grindr.

«El problema no es esa app, ni las aplicaciones, ni la comunidad gay en sí… El problema es que lo virtual ha creado barreras para relacionarse en la vida real. Hay infinidad de gente que se inventa una identidad que no tiene, o que sus expectativas están marcadas por las fantasías del porno, las comedias románticas o las series de Netflix. Y esa no es la vida real, y no pueden aceptarlo», me comentó hace meses un amigo terapeuta que no quiere abrir una app de ligue nunca más en su existencia.

En las apps abundan los que quieren un encuentro, como quien pide una pizza: Rápido, caliente y en menos de treinta minutos. De lo contrario bloqueado, o mejor platicamos otro día.

Los que cobran o están dispuestos a pagar. Los que tienen las fantasías o fetiches más extraños que se puedan imaginar (no suelen ser tantos). Los que se regalan, casi suplican, como si quisieran desahogar un celibato que cargaron durante varias reencarnaciones. Los que no temen restregarte su egocentrismo y soberbia por delante, y disfrutan rechazar hiriendo lo más posible.

Los que después de un encuentro te dan alguna excusa, se despiden de ti con toda amabilidad, y te bloquean tan pronto cruzas la puerta. Los sádicos o masoquistas. Los que se drogan: mota, poppers, cloruro, cristal… Uf, cómo abundan, al grado que he llegado a pensar que soy de los pocos homosexuales millennial que jamás se ha drogado. No entiendo cómo alguien puede drogarse a sabiendas de toda la sangre que se mueve en el mundo del narcotráfico y el narcomenudeo. Pero en fin, cada quien.

También están los que dicen buscar un novio estable pero buscan sexo sin compromiso. Los que dicen buscar sexo sin compromiso, pero buscan pareja estable.

Y de repente, en medio de ese laberinto de egos y susceptibilidades, aparece el hombre perfecto. Aquél con la dosis exacta de las características que nos gustan. Y todo va bien hasta que… Resulta casado, o con novio. O no le gustas. O le gustas pero solo para sexo. O no le interesa una relación. O va todo bien, hasta que algo lo arruina todo y la magia simplemente se va, convirtiéndose en humo o tortuoso melodrama.

Me niego a convertirme en el tipo de gay que se vuelve adicto al sexo, como sea, donde sea y con quien se pueda. Aferrados al cruising, a la fugacidad apremiante, como el único motor de sus vidas.

Por supuesto que ocasionalmente es rico el sexo casual, con las precauciones debidas. Pero yo necesito esa conexión emocional, que tal vez nunca volveré a sentir con la misma intensidad. Quiero una relación estable, aunque la búsqueda infructuosa, larga, eterna, esté a punto de hacerme desistir. ¿Encontraré a un Mister Big, como Carrie Bradshaw en la serie Sex and the City?

Cada vez que veo a un gay más joven que yo, deseo que le sea más cómodo su trayecto que el mío. Que no tenga que reprimirse por temor a los demás. Que su familia lo acepte, lo quiera y tenga una buena comunicación con él. Que no tenga el punzante lastre sombrío de las creencias religiosas tras de sí, carcomiendo su seguridad a cada paso, haciéndole sentir sucio o culpable solo por existir.

Que aprenda a ser fuerte ante el juego de traiciones e hipocresías de la sociedad. Que aprenda a encontrar su placer sexual, antes de obsesionarse con complacer a alguien más. Que logre quererse lo suficiente para no dejarse humillar por cualquier imbécil.

Que no tenga que tropezar con amores inútiles para aprender a valorarse. Que sus búsquedas –de amores, de sueños, de sí mismo– no le sean tan infructuosas como las mías. Y que disfrute del camino…

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