Don Plutarco, el anciano que sobrevive a la esclavitud moderna en el Metro

Por Rivelino Rueda

Fotos: Eréndira Negrete

Algo hay en la mirada de Don Plutarco Zeledón. Un rencor. Un recuerdo. Un sentimiento de odio añejo y venganza momentánea. Un espejo en donde es tangible la vileza humana. La de todos los días. La de todos.

Tiemblan sus ojillos decrépitos. Tiembla su mentón flácido. Media hora para limpiar un vómito ajeno. Setenta y tres años de vida. Sesentaisiete de ellos trabajando. Sólo cinco minutos para saberse humillado, vejado, ajeno, invisible.

La estela que dejó el trapeador húmedo que acaba de pasar por ese perímetro de dos metros cuadrados ya no existe. Ahora, en ese cuadro lastimero de la estación del Metro Hospital General hay pisadas burlonas, huellas putrefactas de zapatos y botas, tufos de olvido, de ensañamiento.

Hasta la zona de los torniquetes de acceso y salida de pasajeros llega el bochornoso tufo del tren apresurado. Don Plutarco mejor opta por bajar sus párpados de anciano famélico. Está inmóvil. Tragándose la rabia y el orgullo. Sabe que esta pesadilla es de calcas. De pausas y de calcas. Una y otra vez. Una y otra vez.

¿Empezar de nuevo? ¿Atragantarse el llanto? ¿Quejarse ante capataces que maltratan? ¿Ir más arriba y decirle a los que le pagan trescientos pesos mensuales que esto no es justo?

Y luego otra desbandada de pisadas presurosas que no se detienen ante nada. Y luego otra que llega de los subterráneos del lecho de la tierra y sube a la luz metálica que emana de la calle Doctor Pasteur. Que se cuela por escalinatas grises, desnutridas, malolientes, onduladas de tiempo.

Plutarco Zeledón gime en silencio. Clava la mirada en la nada y la nada carece de respuestas. Luego emite ruidos imperceptibles, como una especie de gemido de animal malherido.

Determina moverse, arrastrar los pies para llegar, en cinco zancadas eternas, a una cubeta azul con agua turbia y pestilente. Arquea el cuerpo lastimosamente para sumergir de nuevo el mechudo. Las hebras de tela escurren un material viscoso color café amarillento.

Tal parece que a las empresas de servicios de limpieza –con el aval del Sistema de Transporte Colectivo y las autoridades del Gobierno de la Ciudad de México—les causa mucho orgullo presumir la explotación laboral de personas de la tercera edad. Al menos así lo denotan los espectaculares anuncios en los lastimeros uniformes de la nueva carne de cañón para la esclavitud moderna. Plutarco Zeledón apenas asoma un cuello cetáceo y una cabecita de galápago por esas ropas abstractas, inhumanas, humillantes.

De nuevo unta el trapeador por esas lozas opacas. Remoja en la cubeta de líquidos nauseabundos el pedazo de tela apestosa. Exprime a mano limpia los despojos humanos de excesos, de enfermedades, de afrentas cotidianas. Cuida que las partículas del vómito expulsado minutos antes no contamine el cubo de agua viscosa, visceral, gelatinosa. No hace gestos. Sólo bufa. Bufa repetidamente.

***

Cada que puede. Cada que tiene un tiempecito, Plutarco Zeledón se acerca a los policías auxiliares para contarles, otra vez, la historia de cuando conoció al Arturo “El Negro” Durazo, el temible jefe del desaparecido Departamento de Policía y Tránsito del Distrito Federal durante el gobierno del presidente José López Portillo y Pacheco (1976-1982).

Los uniformados se divierten, Escuchan su narración cinco, seis minutos. Luego lo despachan con un “ya póngase a trabajar porque lo vamos a reportar Don Plutarquito”.

Tiembla al andar. Tiembla entre chasquidos de roces óseos, de materia desgastada, de ausencia de médula. Es un ruido rítmico, hueco, vacío. Camina hasta los canales que bordean las paredes de la estación.

Ahí. Donde se acumula el hedor del orín y la mierda. El escupitajo del ebrio y del erizo. La hoja del maíz mantecoso del tamal. El pañal abultado de una sustancia amarillenta. El olote ancestral bañado de sarro, carie y saliva invisible. La coca-cola de plástico de seiscientos mililitros rellenada con miados. El condón usado sin amarre, sin amante. Las patitas de pollo aún salpicadas con la chile piquín y el queso rallado.

Recargado en la pared un costal saturado de desechos, de desechos de historias, de deshechos de olvidos, de desechos de recuerdos. Dentro un receptáculo de deidades efímeras, cotidianas, enfermizas. La zapatilla azul, abrumadoramente solitaria.

El inacabado frasco de veneno. La libreta tachonada de tintas púrpura y carmesí. La venda ensangrentada. El tubo inerte de la dolorosa diálisis. La rosa envuelta en celofán que no llegó a sus manos, o que llegó tarde, o que sólo llegó en el momento que no le correspondía.

Plutarco Zeledón deambula a tientas con el fardo de esa naciente joroba. Estorba a la masa indiferente, apresurada, histérica, mecánica, enajenada, absurda, hueca, abstracta en su profundo individualismo, en su tiempo de esclavo moderno, en su memoria absorta y efímera…

De la zona de los torniquetes emerge un grito, ignominioso, de uno de los policías auxiliares:

“¡Órale Plutarco! ¡Allá en las escaleras se les cayó no sé qué madre! ¡Pero en chinga ruco huevón!”

***

Como en todos los rincones chilangos donde se levanta un altar a la Virgen de Guadalupe, el perímetro que los rodea es impecable. La pulcritud, la luminosidad y la dedicación emanan de esos nichos de fe.

Ocurre lo mismo en el “cuarto de servicio” del Metro Hospital General. Las series de luces de colores cruzan de lado a lado el catafalco mariano, pelean por un espacio con decenas de flores, veladoras, papel picado, olanes, terciopelos, estampitas de santos y rosarios.

A sus pies, el escritorio setentero de un verduzco paranormal, artero. Extendida sobre el mueble arcaico, la “libreta de control”, el ojo orwelliano de la esclavitud moderna. Ahí tiene que anotarse todo. Detalles. Movimientos. Hallazgos. Perímetros. Pasos. Pestañeos. Cantidades. Préstamos. Comidas. Muecas. Sueños.

Don Plutarco sabe de esto. Lo aborrece, pero la explotación laboral obliga a hacerlo. “A mi edad ya no dan chamba. Necesito ese dinero”.

Garabatos y más garabatos que se vigilan escrupulosamente por capataces amaestrados en la humillación, en el ensañamiento.

Plutarco Zeledón anota: Hora de entrada (5:30 am). Entrega de uniforme (Si). Equipo (Camisa. Pantalón. Botas. Guantes). Equipo de trabajo (Escoba. Trapeador. Recogedor. Cubeta. Trapo). Primer rondín (6:00 am). Área asignada (Escaleras de acceso. Taquillas. Torniquetes). Reporte extra (Arete. Credencial de INE. Cortaúñas).

Segundo rondín (7:00 am). Área asignada (Escaleras de acceso. Taquillas. Torniquetes). Reporte extra (Audífonos. Trenza postiza. Lentes oscuros. Tenedor. Suéter de escuela. Engrapadora).

“¡No se me haga pendejo, eh abuelito! ¡Nomás se chinga algo y verá cómo le va!”

La pluma en la mano izquierda de Don Plutarco tiembla de coraje, de impotencia, de hastío, cuando anota los pormenores del “tercer rondín” (8:00 am). Área asignada (Escaleras de acceso. Taquillas. Torniquetes). Reporte extra (Cinturón de dama. Picahielos. Cadena. Revista pornográfica. Bolsa con medicinas).

“¡Écheme esa revista cabrón! ¡A usted ya no se le para ni con el Himno Nacional!”

***

Plutarco Zeledón paladea esos trocitos de arroz grumoso. Disipa el cansancio y la pesadez de la joroba observando el altar luminoso, etéreo, monótono. Come a prisa el frijol lacónico y eternamente frío, insípido, pétreo. Luego la media lata de atún oloroso. Todo mezclado. Todo en un mismo recipiente de plástico viejo. Mastica entre chasquidos inquietos con una dentadura inservible. Cierra los párpados y apresura la papilla senil. Da prolongados sorbos a un refresco de manzana.

A un lado, un compañero de faena, Jonás Macario Oliva, opta por dormir. Aprovecha el tiempo para desprender su cuerpo de un mundo inhumano, salvaje, individualista, cruel, ventajoso, injusto, pinche.

También es un anciano de avanzada. Setenta y algo de años ha de cargar. Los ronquidos que emite no distraen a Plutarco. Él está en lo suyo. O quince minutos de sueño o quince minutos de “papa”. Aquí todo se registra.

Las lucecillas del altar alteran los nervios. La respiración del capataz es un martilleo constante a la paciencia. El viejo limpia con un trozo de papel de baño la cuchara de plástico. Mueve a Jonás Macario y balbucea un “ya es hora”. Refunfuña. Maldice. Manotea. Baja una pierna. Luego la otra. En horcajadas vuelve a maldecir. Apoya los codos en las rodillas y la cabeza en las manos. Oprime los ojos con fuerza con las palmas de la mano.

“Que ya se acabe esto, con una chingada”, masculla todavía sentado en la barra de concreto que sirve de cama. Las lucecillas del altar desquician, forman parte de esta ruindad.

Plutarco se incorpora y avanza hacia la “libreta de control”. Jonás Macario sigue los movimientos de su compañero.

Almuerzo (9:00 am). Cuarto Rondín (9:15). Área asignada (Escaleras interiores. Andén Dirección Indios Verdes)…

Algo hay en la mirada de Plutarco Zeledón. Un rencor. Un recuerdo. Un sentimiento de odio añejo y venganza momentánea… Tiene setenta y tres años de vida. Sesentaisiete de ellos trabajando.

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