Por Argel Jiménez
Las inmediaciones al Monumento a la Revolución tienen el típico movimiento de cuando habrá un acto político. Los camiones estacionados, la gente reunida en grupos, las lonas y pancartas, se mezclan con los oficinistas que trabajan en la zona, así como los estudiantes de secundaria que se fueron de pinta y que toman como refugio esta plaza, pero que al ver esas congregaciones escapan inmediatamente.
Son las nueve en punto. El aire resulta fresco y el sol apenas empieza a calentar. Los que se congregan son integrantes de la Confederación de Trabajadores de México (CTM), que festejan ochenta años de defender al sindicalismo oficial.
El dispositivo de seguridad de unos veinte granaderos con escudo que se encuentran en la esquina de La Fragua resulta excesivo ante dichos trabajadores, históricamente domesticados.
Desde la avenida Plaza de la República un globo blanco grande que dice “CTM- FTDF. Sección 25. Unidad y Trabajo”, da la bienvenida a todas las representaciones sindicales de esa central obrera.
De música de fondo se escuchan unos boleros que cantan en el auditorio de la sede central de dicho sindicato, el cual se encuentra a un costado del Monumento a la Revolución, y que vibran gracias a que en la explanada hay dos pantallas gigantes con un sonido que tiene poca potencia.
Poco a poco van llegando sus agremiados y se reúnen por secciones. Para identificarse cada una de ellas se distingue por alguna camisa, playera, chaleco, gorra, las cuales están personalizadas con el nombre de donde proceden, así como alguna leyenda que motiva su espíritu de lucha: “Prohibido rendirse”. Las pancartas mantienen la misma tónica: “El mayor acto de rebelión contra la violencia es la cultura y la educación”.
Los ahí reunidos se dedican a diferentes actividades productivas. Principalmente destacan los albañiles, ensambladores, choferes, oficinistas de diferentes dependencias gubernamentales, quienes toman un café, comparten un refresco de tres litros o se toman la foto del recuerdo.
Son las 9:22 de la mañana y empiezan los únicos chiflidos que se escucharán para apurar el mensaje de las elites empresariales, gubernamentales y sindicales.
Los vendedores ambulantes empiezan a rondar los pequeños y grandes grupos de personas reunidas. Los marchantes de sombreros de paja son los más solicitados. Una señora a mitad de la plaza apura a poner en el suelo las gorras y pines con la bandera cubana y de una estrella roja.
La rutina de siempre se ve trastocada. Las “cascaritas” de fútbol quedarán para mejor ocasión.
Los únicos que no se mueven de su lugar de reunión habitual son un grupo de indigentes de menos de veinticinco años que se preparan las primeras “monas” del día, mientras toman el sol sentados en unas bancas.
Dos de sus amigos son los que concentran todas las miradas. Se trata de una pareja de novios que están en un intenso faje que logra captar la atención de los sindicalistas, que no pierden ningún detalle de aquel acontecimiento. Terminadas las muestras de amor que se dan aquellos jóvenes, los trabajadores vuelven a lo que estaban haciendo, o sea nada y esperan hasta que se pronuncien los discursos.
A las 9:40 de una camioneta y un taxi bajan siete cajas de cartón, las cuales llevan dentro unas matracas color negro que serán entregadas a varios de los asistentes, con el fin de que hagan ruido cuando se diga una frase rimbombante por parte de los oradores. El sonido de estos artefactos de madera se logra escuchar en toda la plaza, pero sólo en una ocasión.
Mientras, un grupo de trabajadores ensayan una porra sin rima “¡Sí, como chingados no! ¡Sí, como chingados no! ¡A huevo, a huevo, a huevo!”. Luego hacen sonar unos caracoles de mar y un tambor.
Otro grupo de nueve señoras de más de cuarenta años lucen muy animadas. Aplauden y caminan para rodear a cualquier señor despistado que se encuentre ahí. Le gritan a coro “¡Eh, eh, eh, eh!”, mientras lo rodean. Los señores, al verse cercados y sorprendidos, no les queda de otra que hacer algún pasito de baile para que las señoras se vayan y “sorprendan” a una víctima más.
Los lugares con sombra ya son buscados por todos los asistentes. En uno de ellos está un trabajador que viene desde Reynosa, Tamaulipas. Se dedica a la reparación de los tableros electrónicos de automóviles. En esa misma planta donde trabaja, también se arman autos que posteriormente mandarán a diferentes países del mundo.
Comenta que su horario de entrada es a las 14:30 horas y su salida es a las 01:30 de la mañana del otro día, pero él no se preocupa por cómo llegar a su casa, porque la empresa le pone el transporte hasta su casa.
Aclara que, contrario a lo que se piensa, en otras partes del país su ciudad resulta tranquila. Solo de vez en cuando llega a suceder una balacera “entre ellos” (los narcos), y en donde “raramente” le toca una bala a alguna persona que iba pasando. Pero de ahí en fuera es “tranquilo el estado… Es como en todos lados, hay colonias a las que no se pueden entrar”.
Comenta que es la segunda vez que lo trae el sindicato a la Ciudad de México y que le gusta venir mucho. Confiesa que en su estado también se dicen muchas mentiras sobre la ciudad, ya que sus vecinos y amigos siempre le comentan que en cualquier lugar lo asaltarán, pero dice aliviado que hasta el momento ha ido a muchas partes del Centro Histórico y no ha sufrido ningún hurto.
Él y sus compañeros, aparte de asistir al evento de conmemoración sindical, se pusieron como objetivo venir a comprar ropa a Chiconcuac y a Tepito, pero eso si, “ahí (en el Barrio Bravo) fueron en grupos de nueve personas, porque nos advirtieron que no fuéramos solos”.
“Nos fue bien, yo me compre estos tenis que traigo en 250 pesos”, presume el obrero.
A su familia ya les había comprado ropa en Chiconcuac, donde se gastó mil pesos en prendas para sus tres hijos y su esposa.
Revela que les han rendido bien los tres días que llevan en la capital del país y que más tarde, terminando este evento, irán a conocer Xochimilco para posteriormente volver a su tierra.
La plática se ve interrumpida porque a las 10:50 empieza el mitin. El señor Jaime se despide y se pierde entre los demás sindicalistas.
Después de haber tenido un posible desayuno de lujo, aparecen los altos funcionarios en las pantallas de la explanada. El sol, la sed y la espera son ajenos a todos ellos.
En sus discursos hablan y se ufanan de su manera de entender su sindicalismo: “La estabilidad económica y la paz laboral es lo que ha dado la CTM a México”.
Se jactan de que el brazo obrero del partido en el poder construye viviendas de 50 metros cuadrados para que sean dignos lugares en donde vivan los trabajadores.
“En la CTM se sirve a los trabajadores, no nos servimos de ellos”. “Se agradece la inversión extranjera y se les conmina a que tengan confianza de que siempre habrá paz laboral”. “(Los) obreros no salen a la calle a protestar (y si lo hacen) lo hacen trabajando”. “En México no se sabe de la huelgas generales… México no conoce eso, México conoce el esfuerzo”.
Ningún discurso concita aplauso alguno. Los rostros de los ahí presentes denotan hastío e imploran a que el mitin acabe. El sol cae a plomo y la mayoría trata de apaciguar su calor con nieves de limón, vainilla y grosella que ofrecen vendedores ambulantes.
Por fin termina el mitin a las 12:30 del mediodía. Los asistentes son avisados que las camionetas que traen un pequeño refrigerio están llegando. Varios corren para ser los primeros en recibir lo que sea. Después de más de tres horas debajo del sol, el cuerpo pide comida. Este rito sindical y martirio no es nuevo para ellos, lo vienen aguantando desde hace ochenta años.