Foto: Mónica Loya
A la distancia parece un montículo de tierra y hojas secas. Doña Cristina Lamberos da la impresión de estar siempre en un profundo sueño crepuscular. Es cíclica y guarda un secreto. Nace en la hoja de maíz de un tamal de vaho difuso y fenece con el caparazón ocre de una concha de chocolate.
Sale con el sol y se mete con las últimas luces. La joroba de luna menguante la equilibra para leer, para tejer, para observar el paso del tiempo. Huele a menta y a sal. A veces a petricor otoñal.
Doña Cristina salta a la banqueta desde muy temprano. Acomoda una silla de plástico verde chillón en la mera esquina de Doctor Barragán y Concepción Méndez, en la Colonia Atenor Sala, y luego deja caer su cuerpo frágil para, desde ahí, “arreglárselas con el mundo”.
Es una niña de coleta plateada a sus noventaitrés. Tiene siete hijos (cuatro mujeres y tres hombres). Tiene diecisiete nietos (ya perdió la cuenta de quién es quién). Tiene ocho bisnietos (a cinco no los conoce). Tiene dos tataranietos (alguna vez le enseñaron sus fotos).
Nadie la visita ya. Doña Cristina Landeros es un sueño borroso en la memoria de los suyos.
Luego le encargan prendas para recién nacidos. Pide por ellas “lo que le quieran dar”. Cuando cambia el color del estambre es que ya entregó un pedido y ahora tiene un nuevo encargo. Pero tiene un secreto. Teje algo especial. Eso no lo saca a sus baños solares.
Apunta con el gancho de tejer hacia una ventana de marco oxidado, de persianas desvencijadas, como de papel quebradizo…“Lo tejo en las noches. Ya cuando estoy sola”.
Y ese “sola” lo dice con una vocecita ronca, temblorosa, frágil, con el convencimiento de que en esas salidas de todas las mañanas y tardes, a cinco pasos de la puerta de su edificio, se siente acompañada.
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El suéter percutido de lana de todos los días. El pantalón rosa mexicano que aturde la vista. Los gruesos calcetines de algodón. Uno empalmado en otro. Tres pares en cada pie. Las manos remotas con millones de lunares. Tersas. Heladas como piedras de río caudaloso. El frío que no para. El frío que no para en los pies diminutos y en las manos artesanales.
Cristina Landeros distrae con el tejido hábil los alfileres filosos de hielo que penetran furiosos por las uñas, por los entre dedos de pies y manos, por los surcos milenarios de una piel que cruje en cada movimiento.
Busca en cada instante el halo solar, la estela luminosa que aplaque el vendaval de escalofríos. Nada alivia la ausencia de calor en las extremidades. Apresura el trazo en el lienzo de estambre. Sisea algo inaudible.
Entrelaza y cruza las hebras de lana. Entrelaza y cruza. El frío la congestiona y detiene el tejido. El sol está en el cenit. Cristina entrecierra los ojos. Las grietas del tiempo en su rostro se petrifican. La luz es intensa. El frío implacable.
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El grafiti ilegible a sus espaldas. El túmulo pesado que la encorva. El atole de chocolate escurriendo del vaso de unicel. La mirada profunda que se clava en los perros que revolotean sus rabos a centímetros de su tejido. Ceño fruncido de abuela iracunda. Manos heladas. Pies de témpano. Un sol que nunca calienta.
Ya no despega la vista del estambre. La concentración está en el punto de cruz. En los ganchos de fluidez monótona, sin sombras ni grados de textura.
Como si las palabras no fueran necesarias, Cristina Landeros se encierra en su mundo de hielos y escaramuzas nostálgicas. Nunca dice qué es lo que lleva en esa bolsa de mandado, verde oscura, que acarrea en la rutina cíclica.
Cristina Landeros guarda en una caja de zapatos su secreto. El baulillo de cartón herrumbroso está bajo su cama. Entre esos muros de concreto fracturado por lluvias y terremotos, la anciana teje también de noche. Pero teje para ella. Dice que alista su propia mortaja para los pies y las manos.
No quiero seguir pasando fríos cuando me entierren. Dicen que la tierra de los panteones es helada.