Por J. Jesús Lemus/Zenzontle400
¡Ah, el amor…! ¡El amor! Ese demonio que nos hace ser distintos o a veces peor que los animales ¿Quién dice que el amor solo toca a las almas buenas? Cuando estuve en prisión conocí a los hombres más desalmados, los que racionalmente –pudiera pensarse- no tenían una gota de amor en sus almas. Pero paradójicamente, vi a mucho de esos hombres enamorados hasta el tuétano.
En más de alguna ocasión, me renté como Cupido. Siempre cercanas a estas fechas del Día de San Valentín, algunos presos se acercaban a mí para que les ayudara a escribir algunas cartas de amor. Yo no tenía mucho qué hacer dentro de prisión, y lo hacía con gusto: escribía sendas cartas, las más febriles que pueden salir del corazón de un preso, para que fueran firmadas por otros.
A cambio de esas cartas, recibía siempre una recompensa. Porque mi oficio de “Celestino” tenía su precio: a veces, los presos que recurrían a mí, me pagaban con la mitad de una naranja, a veces el cobro eran dos tortillas, un pedazo de pan o simplemente un pedazo de chocolate con los que algunos traficaban dentro de la prisión federal.
En la mejor de las veces recibía a cambio un puño de hojas de cuaderno o un bolígrafo Bic, que se convertía en mi mejor tesoro. Pero lo que más me gustaba era ver las sonrisas de aquellos presos amarillos, carcomidos por las sombras de la celda, que deletreaban –con las manos temblorosas de emoción- aquellos textos que yo hilvanaba con mi propia emoción de enamorado.
Porque yo también estaba enamorado. Igual que todos los presos de la cárcel de Puente Grande, suspiraba por aquella enfermera que llamábamos la Nana Fine. La misma por la que Jesús Loya se sometía a las golpizas de los guardias, solo por el momentáneo placer de verse atendido en sus heridas por la enfermera que lo acariciaba mientras le limpiaba la sangre, que salía a borbotones de su nariz.
La Nana Fine era garbosa. Altiva pero afable. Su pelo negro se movía a la menor provocación del aire que se rompía a su paso. Recorría los hediondos pasillos de la cárcel con aquellos pies diminutos que parecía que no tocaban el piso. Siempre dejaba una estela de perfume que obligaba a todos a cerrar los ojos y aspirar. Suspirábamos. Halábamos el aire tan profundamente que a veces parecía que en cualquier momento nos tragaríamos las paredes coronadas con las metálicas serpentinas.
Luego, sus brazos. Eran dos tenazas que iba luciendo, colgadas de su uniforme. Eran dos extensiones de carne blanca que anunciaban el paraíso de su cuerpo. Un cuerpo denunciado solo por la imperfección de las costuras de su calzón que se delataba a través de su entallado pantalón. Ella -seguramente- sabía eso. Por eso –sigo pensando al día de hoy- usaba calzones que se delataran solos. A veces rojos, a veces negros, pero siempre contrastantes.
Podría hacer todo un tratado del delirio que la Nana Fine hacía sentir entre los presos de Puente Grande. Pero solo quiero decir que ella era la fuente de inspiración para escribir las cartas de amor que los presos me solicitaban. No importaba como se llamara la destinataria de la carta. Siempre en cada una de esas misivas iba impreso lo que yo y otros presos sentíamos por aquella mujer que ya rayaba los 47 años.
Entre los “clientes” que recurrían a mí para que les escribiera lo que a ellos les costaba expresar, estaban Alfredo Beltrán Leyva, “El Mochomo”; Rafael Caro Quintero, “Don Rafa”; Daniel Arizmendi, “El Mochaorejas”; Sergio Enrique Villareal, “El Grande”; Carlos Rosales, “El Carlitos”; Noé Hernández, “El Gato”, y Humberto Rodríguez Bañuelos. Ellos eran los que más se afanaban por mantener una relación amorosa a través del correo.
Invariablemente ellos me buscaban cada vez que se acercaba una fecha importante. A veces el onomástico, el día de cumpleaños, la Navidad, pero siempre días previos a la celebración del Día de San Valentín. A Rafael Caro le gustaba intercalar mis frases con ideas de él. Le gusta que los textos que finalmente él formaba, llevaran su propia esencia. “El Toque de Don Rafa”, se decía a sí mismo, cada vez que interrumpía la redacción.
“El Mochomo” era más llano. Dejaba que me tendiera sobre el texto. No interrumpía. Se quedaba quieto. Era un niño que estaba a la espera del dictamen final del otro preso que iba explorando poco a poco el sentimiento del firmante. Yo solo imaginaba los ojos de la Nana Fine y sobre ellos me tendía en símiles, comparaciones y metáforas, para que el final quedara expreso lo que yo pensaba que “El Mochomo” quería decir.
Daniel Arizmendi era muy sensual. Antes de iniciar la redacción de la carta, se deshacía en una descripción pormenorizada de la destinataria. Hablaba de su cuerpo, de su pelo, de sus uñas, de sus labios. Le gustaba que expusiera el deseo sexual que ella le despertaba. Le decía a través de mí todo el martirio que sentía su cuerpo en aquella lejanía de la celda en donde estaba confinado. Le dolía no tener un cuerpo que acariciar en las frías noches de Puente Grande.
Para el jefe de sicarios del Cartel de los Beltrán Leyva, Sergio Enrique Villareal, lo más doloroso de sus cartas era exponer el sentimiento de no tener aquella mujer que le acariciara la espalda por las noches. Le dolía –me pedía que escribiera- perderse las tardes de lluvia sin ella. Sufría al no poder caminar por el parque (un parque tal vez ficticio) en donde decía que le gustaba sentarse en el café a ver pasar a vida despreocupado. Extrañaba los pies de ellas enfundados en aquellos zapatos rojos de tacón que él mismo le había comprado.
Carlitos Rosales era muy práctico. Siempre pedía que la carta comenzara con un saludo para su mujer y su familia. Luego pasaba a las cosas del corazón: a veces dictaba su propio sentir. Pedía que lo matizara con algún verso del poema que me llagara a la cabeza o con alguna frase que él mismo sacaba de alguna canción. Le gustaba la canción “Melina” de Camilo Sesto y la de “El Triste” de José José. Siempre las estaba tarareando, mientras esperaba la conclusión de la carta.
Al “Gato” le gustaba autoexplorarse. Se iba abriendo poco a poco el corazón hasta que terminaba llorado por la angustia de no tener cerca a su mujer. Era un niño pidiendo que reflejara aquellas lágrimas en la hoja que poco a poco iba cediendo a mi mortal caligrafía. Le gustaba expresar como eran los mejores días en la cárcel, que aun así eran peores que los peores días pasados al lado de ella. Le gustaba que al término de cada párrafo cerrara la idea con un “te amo”.
Por su parte Humberto Rodríguez, iba agregado -a cada idea que yo plasmaba- un pasaje de su vida en libertad. Le gustaba hablar de cuando vivió en Morelia. De cuando tomaba a su mujer de la mano y paseaban por los portales de la capital michoacana. El dolor de saber que nunca saldría de prisión lo confortaba con la esperanza de estar juntos, algún día, “en otro mundo”.
Luego, cada preso en su momento se iba despacio hasta su celda. Se iban masticado cada una de las letras. A veces había reclamos y obligaban a la tachadura. Otras veces, a los días, terminaban abrazándome cuando recibían contestaciones casi tan delirantes como la provocación lanzada desde la cárcel.
Decía Humberto Rodríguez Bañuelos, el mismo que fue acusado de haber asesinado al cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, que solo el amor lo hacía sentirse humano. Y no tanto porque lo hiciera fuerte, sino todo lo contrario: porque los hacía sentirse vulnerable. Siempre decía que el amor era el arma más letal inventada por Dios.
Por eso aseguraba que prefería enfrentarse mil veces con mil sicarios que con unos pestañas de mujer. A los sicarios –decía- hay mil formar de enfrentarlos y hasta de escapar, pero de una mirada de mujer no se puede huir, porque esa se clava directamente en el corazón.
Y así éramos aquellos presos encerrados en Puente Grande, algunos culpables otros inocentes, pero finalmente todos abatidos por una mirada, unos labios y unos pies que siempre andaban lejos, pero que resonaban en el silencio de las noches de Puente Grande, donde el amor distante era la otro condena que teníamos que padecer.