Por Daniel Lara Hernández
Abrir lentamente los ojos, con nuestros párpados hechos piedra y vislumbrar los primeros destellos del sol que se filtran por esas estrechas partes de las ventanas que nunca son cubiertas por las cortinas, como si el nuevo día quisiera deslizarse sigilosamente al interior del cuarto, siempre es el irrefutable aviso de que un nuevo día ha comenzado y, por lo tanto, hay que levantarse. Para Hani, sin embargo, este pequeño ritual luminoso significaba más que el momento de pararse de la cama, o de bajar a desayunar, o de ir a la escuela. Ese pequeño momento era para agradecer.
Con sus nueve años, Hani era tan solo un chiquillo. Delgado, tanto que cuando se quitaba la playera podían verse sus costillas con relativa facilidad. Ya saben, ese tipo de delgadez que no se debe a una bendición genética o a una rutina de ejercicio, sino a un estómago que recibía apenas lo necesario para andar. Frágil, travieso y curioso, Hani era lo que quizás cualquiera de nosotros nos imaginamos al pensar en un niño de nueve años.
Como todas las mañanas, Hani se levantó de su cama y se arrodilló al pie de la misma. Su cama era pequeña y casi rozaba con el suelo, de manera que la imagen de Hani arrodillado al pie de ésta era como ver una figurilla a escala de un adulto. Una vez en esa posición, Hani se disponía a rezar. Era un pequeño rezo el que decía, trabándose en algunas palabras o sustituyéndolas por otras.
Cada que se equivocaba sentía un gran alivio al no estar frente a su madre ya que eso le hubiera ameritado un jalón de orejas. Una vez terminado su rezo, Hani hacía su cama, algo que no era muy difícil dado que solo contaba con una cobija. Se quitaba su pijama, misma que perteneció a su hermano mayor, y se ponía su ropa. Un pantalón de mezclilla, un sencillo suéter verde y unos zapatitos muy duros para su gusto, pero que con el paso del tiempo había aprendido a soportar.
Hani salió de su cuarto y justo antes de llegar a la cocina, que estaba a unos pasos, se topó con su mamá, quién le preguntó que si ya había hecho su oración. Hani dijo que sí y su madre, complacida, le dio un breve, pero cálido beso en la frente. Acto seguido, su mamá se dirigió hacia su habitación y mientras lo hacía le iba indicando a Hani que tomara la canasta que se encontraba sobre la mesa de la cocina.
Hani no necesitaba tal indicación porque él ya sabía lo que tenía que hacer debido a que formaba parte de la rutina de todos los días. Tomó la canasta, que era más grande que él, se dirigió hasta la puerta de la casa y esperó. Tenía sueño y mucha sed. De pronto escuchó a su madre venir.
La señora no era muy alta y compartía con su hijo esa delgadez que ya he descrito antes. Pero a diferencia de Hani, quien pese a todo tenía la jovialidad y la pureza características de un niño, la expresión de la mamá era ya de alguien cansado. De alguien que ha tenido que hacer mucho recibiendo muy poco. Su tez cobriza, lustrosa debido al calor, ayudaba a cubrir sus inamovibles ojeras con las que había cargado desde que tenía memoria.
“Parecen rémoras”, solía decirse. Unas mallas negras ya bastante desgastadas cubiertas por un sobe todo verde oliva con parches a lo largo de la tela y con manchas que parecían provenir de todos lados, un hiyab marrón y unos zapatos viejos y duros con los que, como Hani, ya había aprendido a convivir desde hace mucho tiempo, constituían el atuendo que casi todos los días se ponía.
Al salir de la casa Hani recibió, ahora sí, el abrazo del implacable sol en toda su magnificencia. Esta caminata era una de las pocas cosas que Hani, a su edad, decía que odiaba porque a esa hora los dedos del sol estaban constantemente picándole los ojos, impidiéndole ver con claridad.
La tierra, oscilante a causa del viento, daba la impresión de estar viva y ese intenso rojo aumentaba la sensación de sequedad. “Es que la tierra chupa la energía del sol, por eso es roja y por eso está tan caliente” era lo que Hani siempre pensaba.
De repente la caminata de la madre y su hijo se vio interrumpida por un terrible estruendo, tan fuerte que todas las personas que en ese momento que se encontraban en la calle se agacharon o se aventaron de bruces al fogoso suelo.
Hani, mudo y ciego a causa del sol, se aferró a la mano de su madre como si se aferrara a la vida misma. Silencio. Y súbitamente el suelo se estremece y otro tremendo estruendo se apodera de los oídos de las personas, y tras el estruendo, el sonido del motor de aviones caza sobrevolando de manera inquisitiva la zona.
Hani sintió un fuerte jalón en su brazo y, como si su cuerpo se condujera sin que él lo quisiera, se halló corriendo a toda velocidad mientras su mamá tiraba de él. Había recobrado su vista y en ese momento lo único que podía ver era la espalda de su madre meneándose de un lado a otro al mismo tiempo que escuchaba gritos indistintos y el constante pasar de los aviones, como navajas que cortaban el cielo.
De pronto, otro fuerte sonido, más fuerte que los demás, y después…nada. Silencio. Silencio. Los párpados, como piedras, impedían a Hani abrir los ojos. Tenía sed, y con la punta de su lengua acariciaba la piel de sus labios que tenían un sabor particular, como si estuviese lamiendo una barra de metal. Sentía algo líquido, apenas perceptible, pero lo sentía, un líquido denso, inútil e insuficiente para mitigar su sed.
Hani escuchaba voces, lo rodeaban, pero no reconocía ninguna. Sentía cómo su cuerpo se movía, como flotando y mientras su vista comenzaba a esclarecerse se dio cuenta de que dos personas lo llevaban entre sus brazos, corriendo.
Un dolor muy agudo comenzó a hacerse presente en su carita, le ardía, pero aún no tenía la fuerza suficiente para mover su brazo y alcanzar su rostro para ver qué podía ser. En eso, Hani sintió que algo sostenía su pequeño cuerpo, algo tan suave que no podía adivinar lo que era ya que nunca en su vida había sentido algo así. Seguía aturdido, sus sentidos funcionaban, pero de una manera tan básica que apenas podía percibir lo que sucedía a su alrededor.
Se dio cuenta que las personas que lo iban cargando ya no estaban y en ese momento sintió un vacío en su estómago, como algo se le hubiera perdido y estuviera muy mal porque era algo muy importante, algo que no debía de perder.
Y dijo suavemente “mamá”, “ma”. Cada vez que lo decía el tono de su voz iba creciendo, al igual que el hoyo que sentía dentro.
“¡Mamá!”, gritó y sintió que su voz se ahogaba en su garganta y que nadie podía escucharlo. Por fin juntó la fuerza necesaria y tocó su cara con su pequeña mano. Sintió dolor y, al despegarla de su piel, vio que su mano era ahora del mismo color que la tierra, roja, pero ésta no era caliente, era fría.
En la desesperación Hani comenzó a llorar descontroladamente mientras seguía con su llamado sin respuesta.
“¡Mamá!, ¡mamá!, ¡ma!, ma, m, m, ma”. Su grito se iba quedando sin palabras. El llanto era ahora tan intenso que le impedía articular bien y la sal que brotaba de sus ojos le producía ardor.
Hani se incorporó, a medias, aún sobre la camilla. Volteaba a todas partes, buscando, pero no encontraba. Buscaba, lloraba, buscaba, lloraba. Y a donde mirara veía personas moviéndose muy rápido, algunos gritando, otros, como él, llorando. Tenía frío, tenía miedo.
“¡Mamá!”, continuó gritando en el centro de la desesperanza.